"El átomo nos humilla", dice un general soviético en Chernóbil, la serie de HBO, observando la devastación provocada por el accidente de la planta nuclear. Durante una breve reunión, fija la vista sobre la potente ruina que acecha al mundo si no actúan pronto: los millones de personas que morirán, incluidos los millones que morirán poco a poco. A través de los capítulos se puede ver el discurrir de la humanidad por el puente que conecta algo considerado muy grande, nosotros mismos, con algo considerado muy pequeño, el átomo.

El encuentro que propone Chernóbil es, en realidad, al revés: el átomo recorre el camino encontrándose a la humanidad convertida en una entidad diminuta, casi imperceptible, microscópica. Infantil en su proyección de grandeza frente al poder terrible de la radiación.

A los tres voluntarios que acceden a las aguas infectas del núcleo sólo les faltó llevar una toalla colgada del hombro y dejar las chanclas en la puerta. Sumergidos en el laberinto, el problema era evidente. Nadie esperaba que la atracción con la que juguetearon a las guerras de bloques descarrilara de esa forma. Hay mucha melancolía durante la preparación de los equipos de baño. La nostalgia de que la civilización es exacta y concretamente la protección utilizada para salvarla, el punto y seguido de su desarrollo, y no la pavorosa explosión que amenaza con destruirla.

El hombre como abstracción llega sólo hasta esos buzos de cristal, las bombillas que no soportan la radiación o las batas de los ingenieros, soluciones superadas por la realidad, tan diáfanas en la impotencia. Nuestro límite está por abajo, el punto fijo en el que hacemos pie como especie: lo único seguro son los gorritos de carnicero utilizados por los expertos nucleares.

Chernóbil consigue trasladar la náusea al murillo infranqueable de las pantallas. No es cuestión de ser más o menos hipocondriaco. El efecto es real. Los cementerios por los que circula la radiación mortal llegan a través de los relatos con el mismo sabor ácido. Pies descalzos o Voces de Chernóbil producen el mismo olor, como chimeneas de humos corrosivos activadas sólo al abrir sus páginas. La niebla de los peores días se pega a la habitación.

El dolor de los que tienen arrancada la piel es imperceptible. Nadie se imagina perdiendo la cara mientras respira. Pensando en esos cinco minutos de vida tremendos, ¿merece la pena avanzar por una tecnología que amenaza con resetear todo lo conocido? Supongo. Relacionarse así con la naturaleza es vertiginoso.