Lugo, año 1977. En plena resaca postfranquista, una furgoneta con megafonía recorría las calles de la ciudad convocando a una reunión sindical que se celebraría “en el salón de actos del Colegio de la Compañía de María”. Como lo cuento.

Las monjas del cole al que yo iba, perteneciente a la orden de Lestonnac, prestaba sus instalaciones a los sindicalistas setenteros para que se tirasen horas hablando, discutiendo y tomando conciencia de que empezaban a vivir en un país libre.

Mis monjas de la EGB eran progres, libertarias, abiertas. Recuerdo a la madre Camila, que siempre vestía vaqueros y camisa a cuadros. Rondaba los treinta años, y acabó marchándose a enseñar en una aldea perdida de algún país latinoamericano. O a la madre García de Dios, que dirigía el coro y daba lecciones de refuerzo a las niñas que perdían clase a consecuencia de alguna enfermedad larga. O a la madre Julia, que explicaba la Segunda Guerra Mundial lanzando feroces diatribas contra Hitler. O a la madre Gloria, la superiora, alta, enjuta, temible cuando se enfadaba, que consiguió que una alumna sin recursos siguiese estudios superiores en la Universidad a cargo de la propia orden de religiosas.  De esto nos enteramos todas muchísimo tiempo después, porque se hizo con tanta discreción que nadie supo nunca nada del asunto.

Recordé mi colegio tras leer un tuit en el que alguien compadecía a las alumnas de colegios de monjas, que según ella habíamos sido educadas en la sumisión y en el machismo. Las religiosas de mi escuela se pasaban el día recordando que había que estudiar para ser “mujeres independientes”, daban clase de educación sexual y nos recordaban que casarse no era ninguna obligación. No, la Compañía de María no era la caverna tenebrosa que pintaba la autora del tuit, sino un colegio moderno y liberal, donde no había hábitos ni tocas y sí una educación basada en las reglas del esfuerzo, la convivencia y el respeto.

No digo con esto que no haya religiosas miserables capaces de traumatizar a sus alumnas con la promesa del infierno: en el gremio de las monjas habrá, como en cualquier otro, buenas y malas personas. Pero en mi ya dilatada experiencia (mañana cumplo los 49), me he encontrado con muchos hijos de mala madre, y desde luego no todos eran empleados de la iglesia. 

La última vez que supe algo de la madre Camila fue hace unos diez años. Su hermano me contó que había regresado a España a curarse de unas fiebres contraídas en la aldea remota en la que daba clase. Y que una vez los médicos la estabilizaron, regresó al pueblito perdido, sin luz ni agua corriente, a enseñar a leer a niños que al pasar los años la recordarán como la primera persona que les dio una oportunidad en la vida. Vaya desde aquí mi recuerdo para ella y para las monjas de mi infancia.