De entre todas las noticias que recibimos en la noche del domingo, pocas me alegraron tanto como la certeza del fracaso en Madrid de la izquierda populista. Ni Errejón va a mandar en la Comunidad ni Carmena revalidará su cargo como alcaldesa.

El caso de Carmena es digno de estudio: nunca Madrid estuvo más sucio, nunca fue más inseguro, nunca se pagó un IBI tan alto ni se desatendió más la política cultural, pero una gran mayoría de gente (por fortuna, no tan grande como algunos pensaban) sigue creyendo que es una alcaldesa maravillosa, y que si en Madrid suben los atracos, la contaminación o la mugre en las calles es por culpa de un misterioso demiurgo ajeno a la simpática abuelita que ha sido la mejor relaciones públicas de sí misma.

Personalmente, Manuela Carmena me cae bien. Ha sido siempre encantadora en su trato conmigo, y decir otra cosa sería mentir. Pero, con la misma sonrisa con la que piropeaba un vestido que llevaba puesto o me felicitaba cariñosamente por un discurso que acababa de pronunciar, ejecutó el despido de Pérez de la Fuente del teatro Español. El pecado de Pérez era, simplemente, haber sido nombrado -¡por concurso público!- en la época de Ana Botella.

A la sonriente Carmena no le tembló la mano a la hora de poner en la calle por una cuestión puramente ideológica a un buen profesional que hacía un trabajo sin tacha. Ahí empecé yo a enterarme de lo que había detrás de tanta sonrisa y tanto buen rollo.

Carmena es la de la expresión amable y la de la afabilidad natural, pero también la que hizo disminuir el déficit a base de no ejecutar presupuestos, la que tiene en el aire la operación Chamartín, la que amarga la vida a los empresarios de hostelería, la que multiplicó los cargos de confianza, la que hizo la vista gorda con la okupación de edificios privados y públicos, la que tuvo la desfachatez de decir que, si no revalidaba el cargo de alcaldesa, dejaría el consistorio.

Sorprende que no hubiese reacción alguna ante quien deja claro que no quiere servir, sino mandar. Pero a Carmena se le perdonaba todo: los contenedores sin vaciar, los manteros a tutiplén, las multas a los hosteleros por tener once sillas en vez de diez, el aumento de atracos, la muerte lenta de Matadero, los contratos a dedo, las subvenciones inexplicables. ¡Ay si a un alcalde de derechas se le ocurre reducir el número de casetas de la Feria del Libro, como hizo este año el Ayuntamiento madrileño! Carmena estaba tocada por una especie de sortilegio que la convertía en intocable, y que no se te ocurriera decir lo contrario porque automáticamente alguien te llamaba facha.

Hoy, algunos hierven de indignación con la certeza de que la abuelita que hacía magdalenas y empanadillas ya no va a reinar en el palacio de Cibeles, y recuerdan que ha ganado en concejales y en votos. Lo mismo, por cierto, que le pasó a Esperanza Aguirre hace cuatro años y se tuvo que ir a la oposición. A diferencia de Aguirre, Carmena ya ha dejado claro que se va a su casa: o César, o nada.

Espero que quien ocupe su silla en el consistorio sea juzgado con la misma generosidad que Manuela, aunque me temo que no van a ir por ahí los tiros. En cualquier caso, a la ya ex alcaldesa le deseo lo mejor en lo personal. En lo político, me alegro infinitamente de que emprenda la retirada.