Para cuando Rubalcaba ha muerto yo ya le tenía cariño, como todo el mundo. Y siempre se lo tuve en el fondo, aunque con frecuencia se me interponía el juicio moral. Me perturbaba su carácter de fontanero del poder, en contacto con fuerzas subterráneas. Había admiración ahí también, con estupor. El cariño lo suscitaban, naturalmente, su manera de hablar, su tono de voz, su sonrisa, su figura; ese aire de actor español feo y ameno, buen conversador, seductor en fin.

Dos imágenes contradictorias, o quizá complementarias. Una es la de su golpe de mano tras los atentados de Atocha de 2004, cuando dijo lo de "los españoles se merecen un gobierno que no les mienta"; frase maquiavélica y electoralmente eficacísima que, al ser pronunciada en la jornada de reflexión, suponía un grave quebranto institucional. Había que tener cuajo para decirla en aquel momento, y Rubalcaba lo tuvo: frialdad y altura de miras... pero para el objetivo bajuno del poder. La otra imagen es la de su discurso cuando se debatió en el Congreso el plan Ibarretxe, en 2005: un discurso perfecto, elevadísimo, de una pulcritud democrática e institucional admirable. La conclusión es que conocía cabalmente la teoría; algo fundamental, aunque luego no se sea estricto en la práctica.

Pero mi primera imagen de Rubalcaba es otra. Me había acordado hace poco, cuando leí en el libro de Javier Padilla A finales de enero (Tusquets) que Rubalcaba decidió implicarse en la política cuando la policía franquista mató a Enrique Ruano en 1969. Tiene gracia, pensé. Para recrear en mi cabeza las asambleas y manifestaciones estudiantiles de la década de 1960 que describe Padilla, me apoyaba en mis recuerdos de finales de 1986 y principios de 1987. Yo me asomé a alguna asamblea en mi Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, y fui en aquella manifestación que se hizo famosa por el Cojo Manteca. La realidad era distinta, ya no estábamos en una dictadura sino en una democracia; pero el esquema invitaba a recrear lo que había vivido la generación anterior. Y entonces apareció el 'malo', el equivalente al poder franquista en tal esquema: el burócrata (así aparecía) Alfredo Pérez Rubalcaba, secretario de estado de Educación. Logró persuadir a los estudiantes: su primera fontanería fue con ellos.

El duelo de estos días, las inesperadas colas y las muestras de dolor, han sido quizá algo teatrales, pero no hipócritas. Todo el mundo sabe la verdad esencial: que la vida –y no digamos la vida política–  es una representación. Se venera el instante sagrado en que cae la máscara.