Hay utopías que acaban convirtiéndose en pesadillas. Que les pregunten si no a los que acudieron el 1-O a poner en pie una república idílica llenando urnas chinas y se encontraron con que la ley dispone de algunos mecanismos para impedir que se la ignore; descubrimiento amargo que a algunos, según han  declarado esta semana en el Tribunal Supremo, los afligió hasta el extremo de las lágrimas.

También sabemos, lo hemos visto, que a otros la contrariedad y el desengaño los llevaron a arrojar adoquines y vallas metálicas a las fuerzas del orden, aunque se ha de entender que estas conductas, en tanto que provocadas por los abyectos uniformados, son la expresión justificada de la pesadumbre cívica que provoca la frustración de la utopía. 

Que una utopía dada termine como el rosario de la aurora no quiere decir, sin embargo, que lo utópico sea necesariamente nocivo. De hecho, el resultado de las elecciones del pasado 28 de abril invita a plantearse la hipótesis de que nuestros políticos, tan pragmáticos y calculadores, pensaran en cambiar de estrategia y cedieran por una vez al sueño utópico. Con ello se nos abrirían posibilidades insospechadas, y tampoco está muy claro que el cálculo cicatero, a aquellos que se inclinaron por él como criterio rector de sus actos, les haya dado grandes réditos.

Las urnas, siendo realistas y rigurosos, sólo han acreditado a tres grandes triunfadores: el PSOE de Sánchez, la ERC de Junqueras y el PNV de Urkullu. O lo que viene a ser lo mismo, las opciones de quienes, desoyendo el coro de dinamiteros y de cenizos de distinto signo, se han atrevido a imaginar un camino para recobrar una convivencia practicable entre españoles.

Los demás, aunque cada uno se las apañe como pueda para consolarse, no tienen otra que reconocer que han perdido. Lo ha hecho, sin paliativos, el PP de ese Casado que ahora da vueltas por el ring como un boxeador sonado. Tampoco ha sido un triunfo lo que ha cosechado el Podemos de un Iglesias que ha visto lo que implica cargarse a todos los disidentes, aunque en la recta final de la campaña atenuara con su astucia dialéctica la hecatombe.

Vox puede sacar todo el pecho que quiera, porque su incremento es espectacular y ha sido devastador para el partido del que se escindió y del que se pretende flagelo, pero los suyos esperaban más y con una veintena de diputados sólo cabe hacer de muleta de otro, o algo de ruido si quien corta el bacalao no te busca, como será el caso. Y en cuanto a Ciudadanos, dejar de consumar el sorpasso cuando aquel al que se trata de adelantar está en su punto máximo de deterioro puede equivaler a perder para siempre un tren que no volverá a pasar. Que le pregunten a Pablo Iglesias, que ha hecho un doctorado en el asunto.

Así las cosas, no se ve por qué no podría convenirse en no impedir la formación de gobierno por el único que puede hacerlo, condicionando el sí o la abstención a que por parte del nuevo ejecutivo se asuma un programa con concesiones razonables a otros, sobre la base del suyo propio. No es lógico que quien no ganó en las urnas le marque el rumbo a quien sí lo hizo. 

Será una utopía, de acuerdo. Pero quien se oponga a ella tendrá que explicar por qué juzga mejor inhibirse de la solución de los problemas de los ciudadanos o repetir las elecciones.