A por el balón de Messi volamos unos cuantos buscando la fama, aunque supiéramos que jamás lo íbamos a parar. Siempre he tratado de detener los goles de Messi o sus carreras, es un acto reflejo desarrollado por los madridistas que hemos crecido en un medio hostil donde no se sabe nunca cuándo va a aparecer ese niño con pinta de adulto a joder la noche, la semana o el mes. La dura adaptación al medio provoca que se dispare el cuerpo automáticamente en cuanto se detecta la mínima señal de peligro. Cuando pasen cincuenta años, la ciencia hablará de espasmos atávicos concentrados bajo la cubierta retráctil del Bernabéu como habló Darwin de las Galápagos. Le pasó igual al portero del Liverpool, un platillo volante lanzado al vacío. Estirarse era la única opción de salir bien en la fotografía histórica: Messi podrá decir “y mira este tío volando, también lo intentó”. La repetición no deja lugar a dudas: fue gol.

Cuando tenía ocho años marqué un gol de falta definitivo: mi equipo sólo ganaba 7-0. Corría driblando rivales y sufrí una zancadilla cerca del área. Con una decisión que no he vuelto a encontrar, cogí la pelota y miré al portero, calculándolo todo como si ya hubiera pasado y tuviera que pasar otra vez. Era seguro, marcaría un gol a aquel gordo.

Golpeé el balón y fue milagroso verlo superar la barrera y aterrizar en la escuadra. Luego, me fui desesperado del lugar de los hechos, haciendo complicados cálculos sobre el momento más idóneo para dejar de correr y saltar sacando un puño como hacía Ronaldo. Creo que lo hice demasiado tarde: celebré el gol al lado de nuestro portero.

Messi es el hombre que mejor ha concentrado su descomunal talento hacia un determinado lugar: Cataluña. Esa habilidad la eché de menos en la ESO. Como un Zeus que en vez de lanzar rayos lanzase goles sobre una región empachada, a punto de vomitar cuero y redes. Al salir, Messi se desconfigura, como las televisión que sólo entiende su dueño. Argentina no comprende a Messi, quizá porque es callado, lo que se agradece. Es el único argentino que no ha venido a España, un país al que sus compatriotas ven como una pizarra gigante, a explicar la vida.

Volcar su frustración, es decir, su genio, sobre la comunidad gobernada por Torra le ha hecho ganar, por fin, el único título que nunca levantará Maradona. No ha salido barato. Tiene un lado tenebroso: lo comparte con Nuria de Gispert. La Creu de Sant Jordi es la condecoración que iguala a los xenófobos con los futbolistas que transcenderán generaciones. No sé si vivimos la cumbre en la trayectoria de un jugador fabuloso o el ocaso de una leyenda que el establishment nacionalista ha convertido en francotirador del régimen.