Anoche, en el Paseo de Recoletos, experimenté la misma sensación que cuando vi Midnight in Paris por primera vez. Como el protagonista rubio y melenudo de Woody Allen, soñé que los grandes ídolos del pasado emergían desde la tiniebla del ayer para echar unas copas en el presente. Owen Wilson, en las esquinas del barrio Latino, lo conseguía una y otra vez. Lo mío fue sólo un pestañeo, pero juro que ocurrió.

Debían de ser las doce o la una. Cibeles escupía coches hacia la Gran Vía, que se los tragaba de un bocado. Uno tras otro, caían por ese abismo de luz y publicidad engañosa. Ruido de Madrid, que es un ruido como la sal en el agua del mar o la lluvia que guardan las nubes: está ahí, pero no se ve. Aunque, en ocasiones, molesta.

A la altura de las casetas de la Feria del Libro Antiguo, envuelve al paseante un edredón de silencio. Uno de los buenos, que tapa casi todo el cuerpo y amortigua cada decibelio; pero que deja a la intemperie los dedos de los pies, resfriados con algún que otro bocinazo desafortunado.

Los libros viejos -mucho más que los nuevos- tienen el poder de levantar una ciudadela de sosiego en las entrañas de quienes les rodean. Y eso es lo único que vale porque el silencio verdadero probablemente no exista ni siquiera tras la muerte.

Las persianas habían caído sobre los mostradores hacía varias horas. Fue en ese momento. Rocé con los dedos una caseta, cerré los ojos con fuerza y aparecieron. Todo se llenó de gabanes, de sombreros, de mujeres que compraban libros prohibidos casi a escondidas, de chavales con pantalón corto que vendían los periódicos a gritos, de primeras ediciones que valían cuatro perras porque no había otras que las siguieran. Mezcolanza de épocas, pululaban -todos en su momento cumbre- Carmen Laforet, Valle-Inclán, don Pío, Martín Gaite, Ruano, Juan Benet, Concha Espina...

Se esfumaron en un segundo. El embrujo con el que Allen premió a su protagonista durante días a mí me duró un parpadeo remolón, pero no más. Por eso a ellos les dieron un Oscar al mejor guion y a mí sólo me sale una columna decente cada varios meses.

Regresé a casa apesadumbrado, como cuando vivía en la ciudad y esperaba encontrar entre la niebla y sus murallas el argumento de una buena novela sin escribir. Pero me acosté henchido por una esperanza reconfortante: el viaje camino de la oscuridad es más llevadero cuando lo amueblan páginas crujientes y amarillentas. Esas que, una vez al año, se conjuran en el Paseo de Recoletos.

Pasados por el tamiz del tiempo, los libros engordan con los secretos de sus lectores -y de sus escritores-. Dedicatorias, cartas de amor y furia, billetes de trenes perdidos, marcapáginas con carmín, papeles de guerra, borradores de discursos, postales de ciudades que ya no existen...

Todo eso suele yacer en baúles, en camiones de basura que vacían casas heredadas, en trasteros y buhardillas. Esta selva de diversidad resguarda una escalofriante y común característica. La mayoría de dueños no es consciente de los tesoros que posee. Por fortuna, existe una raza extraterrestre que mima la reliquia y la expone en su plenitud: los libreros de viejo.