Hay territorios  de España en los que hay a quien no se  deja expresar sus ideas, en los que la sola presencia provoca, en los que a las razones se las contesta con violencia y a los argumentos con el escupitajo del odio. 

Lugares en los que la dictadura está tan imbricada en la sociedad, que los valores más básicos de la Democracia hace décadas que son una burla. Espacios en los que el catecismo del totalitarismo de izquierdas o el del nacionalismo supremacista, han pervertido la convivencia hasta convertirla en callada sumisión y la calle es suya, y la escuela es suya, y la Administración es suya. Y no la piensan compartir. 

Aunque sólo fuera por eso, porque nadie merece vivir sin libertad, porque uno se acostumbra fácilmente a perderla y en esa renuncia se embrutece el individuo y la sociedad enferma, hay que votar para que todo eso cese. Para que no quede impune, para que entre el aire  en las callejas oscuras de la intolerancia cerril, en ese magma en el que convive el tradicionalismo más rancio con el comunismo más abyecto, en ese lugar en el que el fanatismo ha sustituido a la Razón y la anormalidad se vive con ligereza. Aunque fuera sólo por eso.    

Cuántas veces se habrá citado el poema de Niemöller como un aviso, en cualquiera de sus versiones –incluso mal mencionadas– para ejemplificar el resultado de no hacer nada cuando quien sufre violencia es un colectivo al que no perteneces. “Primero vinieron por los socialistas y yo no dije nada porque no era socialista”… y así hasta llegar a los judíos y acabar con la triste constatación de que cuando vengan a por una “no quedará nadie para hablar por mí”.   

Hoy ya lo sabemos. Sea por cobardía, equidistancia, por cálculo electoral o por la  inconfesable satisfacción de que alguien cumpla por ti tus más innobles deseos, desde la izquierda (desde el PSOE, desde Podemos, desde el nacionalismo) se calla o se justifica que haya territorios de España en que se impida oír la voz del PP, de Ciudadanos o de Vox.    

De esto van las próximas elecciones y todas las que vengan en el futuro: de vivir en libertad o hacerlo agachando la cabeza. De no permitir que a la complicidad se le llame diálogo, de no abandonar el ágora para que la ocupe otro que no te va a volver a dejar entrar, de confiar en que tu voto expresa tu voluntad y no tu desistimiento, que  tienes una voz y nadie tiene derecho a hacerte callar.  

Porque si no es así ganan los malos, que no son los que piensan diferente, sino los que no te respetan, los que quieren hacerte ciudadano de segunda, los que con la misma mano que acarician el pelo de su hijo, te tiran una piedra con el ánimo de herirte. Los que odian, los que no quieren que haya otra verdad salvo la suya, aquellos para los que la violencia es un trámite necesario, los que te convierten en una idea en lugar de un ser humano para no sentir remordimientos, 

“Para que el mal triunfe basta con que los hombre buenos no hagan nada”, decía  Edmund Burke en una de sus citas más conocidas. Hacer algo, para esas mujeres y hombres buenos, en esta España que se enfrenta en breve a varias citas electorales implica varias cosas. La primera de ellas, ir a votar. La segunda, elegir la papeleta a partir de un juicio moral muy simple: si con mi voto, además de contribuir a mi bienestar, ayudo a que en toda España, en todas sus ciudades y pueblos –sin excepción– no haya ni una sola persona para la que pensar distinto implique no vivir en libertad.