Robert Redford asegura en una entrevista reciente que “todavía puedo reírme de la muerte”. A sus 82 años, el gran actor norteamericano se halla en plena forma, así que no resulta extraño que aún pueda mofarse de la última actuación vital que interpretará, esa que le conducirá a un futuro en cualquiera de los otros mundos habitables, si hubiera alguno.

Pero lo que seguramente no le haga tanta gracia al fundador del Sundance Film Festival es el recorrido final: los últimos días o semanas; o meses, si no se da la fluidez suficiente en el cambio de estado. Ese camino rara vez resulta plácido y puede pasar de asumible a atroz a una velocidad vertiginosa, como desafortunadamente muchos sabemos.

En el caso de María José Carrasco no han sido meses, sino años; su calvario ha sido casi eterno. Treinta años ha estado sufriendo esclerosis múltiple. Ángel Hernández, tras la explícita petición de su esposa, dio fin a su tormento el pasado día 3 asistiéndola para morir. Es todo un héroe. Y su acto, una muestra de amor del todo incuestionable. 

Qué poco se puede decir de la vida cuando quien la vive es incapaz de suicidarse por sus propios medios. Nietzsche decía que el pensamiento de un suicidio potencial era un “consuelo poderoso que ayuda a pasar más de una mala noche”. Pero si la existencia te roba la posibilidad de ese alivio, el desamparo resulta abrumador. 

Vivir bien es un todo un arte, y en absoluto resulta sencillo. El Dalai Lama escribió un delicioso manual para la vida en su libro El arte de la Felicidad (Kailas, 2004), que ofrece las claves para una vida feliz. Álex Rovira, en su La buena vida (Plataforma Editorial, 2019), defiende que debemos desarrollar recursos internos para huir de sentirnos sometidos a los caprichos del día a día y así  construir una “vida bella, una buena vida”. 

Pero no hay tanta literatura sobre cómo morir, a pesar de que es la única circunstancia común a todos los que hoy permanecemos vivos. ¿No será imprescindible convertir el tránsito a ese desconocido lugar en uno sosegado, en especial para aquellos que lo deseen?

Hay quien prefiere continuar en la vida incluso cuando esta ya casi no merece ser llamada así. Pero otros muchos ciudadanos vivirían con muchas mejores sensaciones durante su peregrinaje terrestre sabiendo que el final va a ser pacífico, sin mayores desastres. 

El caso de Hernández, que fue detenido y luego puesto en libertad con cargos, reabre el debate sobre la muerte digna. También lanza la cuestión de qué hacer con la legislación vigente cuando esta, en vez de servir a los seres humanos, aplasta sus intereses o, al menos, los de una parte de ellos.

La asistencia al suicidio está penada con condenas de dos a diez años de cárcel. Investigado por violencia de género, a Hernández no le importa lo que suceda. Acabar con el infierno de su mujer era prioritario. Le hubiera gustado hacerlo de un modo más seguro y civilizado, con los cuidados y atención médicos pertinentes. Sin esconderse de nadie ni de nada. Sin preocuparse de las leyes o la moral de los demás, sabiendo que hacía lo correcto. Aún sin nada de eso, no se arrepiente de nada.

María José Carrasco tenía 20 años menos que los que hoy suma Robert Redford. No todo el mundo tiene la fortuna de alcanzar esa edad con la actividad intelectual y física del galán californiano, que todavía monta a caballo y da largas caminatas por las montañas de Nuevo México. 

Ojalá que dentro de poco, todos aquellos que se encuentren en una situación tan terrible como la de la mujer madrileña puedan optar a un tránsito mucho más civilizado y pacífico que el que ella ha tenido que sufrir. Ese podría ser su legado.