Nos lo ha contado, para iluminación de indecisos y malestar de quienes aún andan en la convicción de que los jueces se han permitido el exceso de encarcelar a unos pobres pacifistas sólo por sus ideas, un humilde policía local de Badalona. No se ha parado a hacer un juicio, a calificar conductas ajenas o a dar su opinión, lo que como testigo ni le incumbe ni tendría el menor valor que se esforzara en hacer. Tan sólo ha señalado un hecho: cuando estaba rodeado por decenas de personas enfurecidas, que le impedían cumplir con su deber y ejercer la autoridad que tenía legalmente encomendada, por allí apareció Jordi Cuixart. Se apoyó en el coche patrulla y dijo: "Este coche de aquí no se mueve". Con el aplomo y la certidumbre de quien manda. O lo que es lo mismo, de quien puede ejercer sobre la autoridad la fuerza necesaria para anularla y someterla a su designio.

Ese gesto tan perentorio, esa frase inequívoca, vuelan en mil pedazos la elaborada y seráfica imagen de apóstol de la no violencia que se ha esmerado en cultivar el interesado desde que lo pusieron en prisión provisional, en una indisimulada tentativa de emular a algún que otro recluso insigne con vistas a que un día le entreguen en Oslo la misma medalla conmemorativa. Y es que el policía local de Badalona era allí la autoridad legal y a la vez democrática, reducida a la irrelevancia por quien no tenía otra investidura ni otra legitimidad que su capacidad de agitar a una muchedumbre dispuesta a suplantar por su ira —y por el afán de realizar su sueño identitario— lo estipulado en las leyes válidamente aprobadas, con el voto de los representantes electos de la ciudadanía y con pleno respeto a las reglas del juego.

En ese gesto y esa frase aflora la vieja serpiente que desde el Antiguo Testamento encubre las peores intenciones bajo las más suaves y halagüeñas palabras. Igual que poco después, en el Parlamento vasco, enseñaba los dientes cargados de veneno con la intervención de un diputado de EH Bildu, que se olvidó por un instante del simulacro pacífico que tratan de vendernos, desde hace años, quienes sólo dejaron de promover y justificar la violencia homicida de ETA cuando esta, por obra y gracia de la sistemática eficacia de la lucha antiterrorista, devino inoperante y por tanto inútil para procurar el logro de sus propósitos.

Fue cuestionar la ley que pretende fijar responsabilidades criminales sin examen ni tutela judicial y reconocer derechos del mismo modo y bajo criterio de afinidad ideológica —es decir, al más puro estilo de los regímenes más totalitarios y rupestres— y abrirse las compuertas de la bilis y del odio, que siguen ahí, bajo todas esas pieles de cordero de ocasión y de conveniencia, que a nadie engañan más que a quienes desean creer aquello que los hechos, los antecedentes y los objetivos desmienten una y otra vez. Nada puede construirse desde el encarnizamiento resentido contra quienes cometieron errores, por graves y ominosos que estos fueran; pero tampoco cabe levantar ningún edificio que se tenga en pie permitiendo que la serpiente aliente, por debajo de los aspavientos de diálogo, sus más tenebrosas pretensiones.