"Menudo gilipollas estoy hecho", escribe Phil Collins en su extraordinaria autobiografía Aún no estoy muerto (Aguilar, 2016). Por supuesto, los humanos a veces cometemos majaderías absolutamente desafortunadas. Y, por lo que estamos observando estos días, los países son capaces de hacer exactamente lo mismo.

"Las Islas Tontas", con un dibujo de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, y con una nueva capital llamada "Caos", es como el que puede considerarse el mejor semanario del mundo, The Economist, ilustra la portada de su edición vigente en papel, con el subtítulo de "El Brexit después de May".

Sí, igual que las personas, las naciones también tienen su personalidad y, con ella, su capacidad para autodestruirse. El batería de Génesis, ahogado en su adicción al alcohol y sumido en una depresión que apareció por disponer de demasiado tiempo libre y demasiadas exparejas, a punto estuvo de conseguirlo. El Reino Unido, por razones diferentes, claro, lleva un camino similar.

De la capital inglesa sabe mucho Mario Vargas Llosa, que vivió en esa ciudad, cuando aún se llamaba Londres, durante años, hasta que Carmen Balcells le convenció para que se mudara a Barcelona y se dedicara solo a escribir. En la urbe catalana, mucho antes de Ada Colau y después del puñetazo a Gabriel García Márquez, Vargas Llosa se convirtió en el escritor que después ganaría el Premio Nobel. Pero en Inglaterra escribió Conversación en la catedral, probablemente la obra cumbre del hispano-peruano.

Pero ahora, por eso de que los países a veces hacen tonterías, en ocasiones muchas seguidas, al marido de Isabel Preysler se le deshace el reino de Isabel II en la memoria, como él mismo ha escrito recientemente.

Lo que queda del antiguo imperio británico intenta, con la bomba de relojería de una salida abrupta de Europa azuzando la mente, psicoanalizarse casi cada día en el Parlamento, sin llegar nunca a conclusión alguna. Estamos locos si nos vamos de la Unión Europea, argumentan algunos parlamentarios; estamos locos si nos quedamos, aseguran otros. Está por ver cuánto pueden unos y otros alargar este tormento al que están sometiendo a los ciudadanos y si, al final, hallarán una salida digna, lo cual parece cada vez más improbable.

Por supuesto, las consecuencias de la colosal inoperancia británica no la pagan solo los nativos de las islas, sino que también lo hace el resto del mundo. Ya ha anunciado el Fondo Monetario Internacional una desaceleración considerablemente más grave de la que se preveía, en parte debida al interminable proceso de brexit.

Solo después de haber concluido este asunto, que está partiendo al país e iluminándolo bajo una luz caricaturesca en la esfera internacional, podrá el Reino Unido optar a recuperar la placidez que tuvo. La preocupación que genera Westminster resulta demasiado grande como para permitir otra cosa.

Sin embargo, a pesar de la inestabilidad que genera su potencial divorcio de la Europa continental, el país se mantiene en el puesto 15 del Índice Mundial de la Felicidad, el baremo de la ONU que lidera Finlandia.

Los británicos son, según esta perspectiva, más dichosos que los españoles, anclados en el puesto 30. Y es que "España nunca ha sido un país feliz", según argumenta en El País la catedrática de Ética y miembro del Consejo de Estado, Victoria Camps. No sufrimos un 'Spainexit', pero la materia territorial y otros cuantos asuntos de máximo calado aún por resolver resultan suficientes para importunar a numerosos ciudadanos.

Phil Collins, quizá contra todo pronóstico, como tituló a su sublime Against all odds, acabó recuperado de su adicción y exonerado de sus diversas auto-condenas emocionales. Al Reino Unido, en su continua lucha entre sus ambiciones y sus compromisos, aún le queda mucho para lograr esa misma sensación de plenitud.