Me llamó a través de la Oficina de Telegrafistas del Congreso. Fue como atravesar una puerta cualquiera del ministerio del Tiempo y plantarme en aquellas Cortes alborotadas de la última República. "¿Está disponible el señor? Sí, adelante, le paso". Se trata del método que utiliza el político de primer nivel para contactar con el periodista sin desvelar su número personal.

Aquel extodopoderoso, otrora mano derecha del presidente, se confesó rodeado de sus nietas, enfrascado en la hora de la merienda, con mucho tiempo para el análisis... Demasiado. Al habla, un purgado. Un hacedor de países recién aterrizado en la sima de la irrelevancia.

Me confesó que era la última vez que su secretario, vía telégrafo, cerraba los detalles de nuestra entrevista. Aunque había sido apartado hacía ya varias semanas, quiso despedirse de ese halo de pompa y circunstancia que rodea a las figuras con mayordomo telefónico.

En sus revelaciones afiladas por el libertinaje de quien ni debe ni cobra favores estribaba el motivo que empuja a un periodista a llamar al purgado durante los dos meses siguientes a su asesinato civil. En esa "hora de la merienda", en ese orgasmo interrumpido del que no volverá a escribir el BOE, brillaba en cambio el fracaso del oficio periodístico como instrumento literario.

La dictadura de la inmediatez y el afán noticioso me obligaron a desperdiciar una criatura que apareció a pecho descubierto, dispuesta a ser acunada en el balanceo de la novela o el reportaje. ¿Por dónde pasea el hombre que lleva décadas sin hacerlo? ¿A quién llama el amigo que apenas mantuvo amistades? ¿A quién acuchilla el tipo que reunió a todos sus enemigos en una bancada parlamentaria? ¿A qué mujer ama el individuo que entregó su libido al poder?

Él lanzaba un guante de vez en cuando, pero yo respondía a sus ofrecimientos con preguntas acerca de las listas electorales, la nueva composición del partido, las debilidades del líder recién nombrado... Intercambiamos los papeles. Cobardemente, era yo quien esquivaba al experto "esquivador".

El purgado es mucho más atractivo que el purgador. En primer lugar, por un par de cuestiones prácticas. Fue, seguro, lo segundo antes que lo primero. Por tanto, la investigación de la víctima también permite recorrer las habitaciones oscuras del victimario. Y no menos importante: el purgado juega el papel clave en toda ficción política. Por eso resultan tan inverosímiles las venganzas... ¡porque nadie se toma unos cuantos cafés con ellos!

También existe un motivo moral, muy poco arraigado, que apenas moviliza a informadores o cronistas; algo lógico teniendo en cuenta que a la prensa, desde tiempo inmemorial, también se le conoce como "canallesca". El cielo, o en su defecto una incineración más acogedora, estará más cerca para aquellos que se acerquen al purgado por razones pastorales, de acompañamiento. Es tan trágica su soledad...

Por último, la causa estrictamente literaria. Una derrota -así lo constata el tópico- siempre es más atractiva que una victoria. Parafraseando a Tolstói en Ana Karenina de manera un tanto burda, podría concluirse: todos los purgadores se parecen unos a otros, pero cada purgado lo es a su manera. Están ahí. Chillan y se reproducen cada cuatro años. Si nos arrimamos a ellos, haremos peor periodismo, pero escribiremos mejores novelas.