Sé que a veces lo que más me interesa es lo que no ocurre porque no se provoca, porque se deja estar. Lo pensé al terminar de ver Dolor y gloria en los cines Paz, con el gesto un poco roto: hay dos momentos en los que el protagonista -prácticamente Almodóvar: un creador furibundo, un hiperbólico de raza, un toxicómano de la épica, del desbarre, del giro de guion; un hombre conectado al lado más salvaje de la vida, que es la trama- por fin toma aire y dice “basta”. No fuerza. No escribe. No llama. No insiste. No escarba. No impulsa los acontecimientos. Sencillamente, no hace nada. Sucede cuando Salvador Mallo -ahí Antonio Banderas, que interpreta al cineasta ya maduro y doliente- rechaza pasar la noche con un antiguo amor que aparece de improviso. Y sucede también después, cuando rehúsa buscar al varón que le arrancó su primera fiebre sexual siendo niño.

La vida le mandaba señales histéricas, señales como carteles luminosos, señales como putas zanjas, y él, mientras, decía “basta”. El pasado le tiraba la puerta abajo y él -tan exagerado como fue siempre, tan desbocado narrativamente- decía “basta”. Me quedé colgada de esa contención, de ese estoicismo sentimental. Comprendí profundamente al personaje, que es el autor: comprendí que estaba cansado, que le hastiaba su propia intensidad, su afán de experimentarlo todo para escribirlo todo. Comprendí por qué no podía, por qué no debía aferrarse a los viejos cuerpos donde amó la vida.

No es que en el presente hubiese nada mejor, es que lo otro ya fue. No es un reemplazo, es una severa asunción: ya está, venga, ya pasó. Ya estuve ahí, ya lo intenté -lo intenté de veras-, ya lo agoté. No es frivolidad, sino madurez practicada como deporte oscuro. Lo decían en El secreto de sus ojos: “Mi vida entera ha sido mirar hacia adelante. Atrás no es mi jurisdicción”. Qué fundamental era saber desprenderse. Decir adiós a nuestros decrépitos hits en forma de bocas hermosas, imbesables a la larga. 

Yo soy Salvador Mallo cuando vuelvo a casa a las ocho de la mañana del domingo, me tumbo en la cama y redacto un mensaje criminal con los dedos torpísimos. Algo ilegible y bronco, algo valiente y medio gutural, tratando de esquivar el “dónde estás” y el “te echo de menos”. Uno es muy lúbrico; otro, muy afectado. Ambos mentirían: esto no va exactamente de sexo ni exactamente de amor. A veces me pongo fúnebre, aunque no pueda evitar sonar sarcástica: “Ojalá no me llame nadie hoy para decirme que has muerto súbitamente en un accidente de tráfico: sería una lástima, porque yo te quiero”.

Son esos extraños pensamientos que le asaltan a uno en la sala de espera de los hospitales o en los baños del after. Son esos pensamientos que aparecen en determinados bares, bajo determinadas canciones: cuando algo falla. “Siempre pensé en ti cuando las cosas no iban bien”. Borrar, ¿borrar? Quizá mejor algo en positivo, algo esperanzador. “Siempre pensé en ti cuando todo iba demasiado bien y quise ver la cara que ponías al contártelo”. Borrar: borrar todo. Ser Salvador Mallo. No forzar la trama. No escribir. No llamar. No impulsar los acontecimientos. Sencillamente, no hacer nada.

Ser Salvador Mallo, al menos por esta vez, que bastante duro venimos jugando. Desnudarse, fumarse el último cigarro de la caja, quedarse solo en casa -en compañía de los cuadros-. Bajar las persianas, alejar el móvil, descansar para cometer errores nuevos. No era decir "no", era decir "basta".