No tengo claro si es una película, un documental o un exorcismo, pero sí que, desde que la vi hace un par de días, llevo esa historia en la mochila, sumada a la mía. Me he rendido ante ella. Me he postrado ante la expresión de Julieta Serrano y su generosidad sobre esa pantalla enorme. Desgrano; analizo; repito frases en voz baja; siento nostalgia de un tiempo que no he vivido; quiero vivir en esa casa de la película, que es la casa de Almodóvar; me pierdo en la mirada eterna de Antonio Banderas que, de tan hipnótica, a momentos me distraía de la historia; se han recargado las pilas de la inspiración porque me han enseñado la piel que hay detrás de la piel.

Aplaudo sola ante la interpretación gloriosa de Antonio Banderas, que camina relajada sobre esa línea milimétrica que hay entre la ficción y la caricatura. Qué tipo de magia ha creado para que, con esa belleza suya, tan abrumadora, tan malagueña, estemos viendo a un Almodóvar que para nada es físicamente parecido a él. Cómo lo hace para convencernos de que ese cuerpo atlético es un cuerpo enfermo. Para que se nos olvide su cuerpo. Cómo son esos gestos en los que el actor se transparenta para mostrarnos al verdadero protagonista de la historia, también transparente.

La mirada intensa de Antonio me distraía del relato, pero luego volvía a sumergirme en ese ejercicio glorioso de sinceridad que se ha marcado Pedro en el mejor estreno español del año. Normal que triunfe: a los espectadores nos gusta la verdad. Y les contamos a nuestros conocidos que vayan a disfrutar esa verdad, que saldrán del cine con más peso, con más vida. 

Algunos esperábamos a este Almodóvar desde hacía tiempo. Y no lo digo desde la crítica, sino desde la alegría. Soy de las que piensan que, cuando alguien desarrolla una capacidad artística tan demoledora como para convertirse en un género en sí mismo, tiene todo el derecho a equivocarse sin que se le tenga en cuenta. Se lo ha ganado a pulso.

El uso del color como elemento de expresión, la delicadeza constante en cada detalle, los diálogos inconfundibles que se te clavan en el esófago, esos personajes abiertos en canal ante nosotros, la valentía que implica la creación, mucho más cuando te estás exponiendo sin red alguna, ofreciéndote en carne viva. Quizás Almodóvar ha llegado a un punto en el que necesitaba recordar lo de entonces para entender lo de ahora. A veces hay que rascar, desabrochar armaduras, tirar el maquillaje a la basura.

No es fácil contar tu historia y que el resto del mundo tenga algún interés en escucharla. Que la entiendan es muy complicado. Que la hagan suya es la cuadratura del círculo. Está hablando de mí, cómo es eso posible, si no me conocen de nada. La emoción genuina nace de la relación entre el lugar desde donde la gestas, que será el mismo en el que aterrizará dentro del espectador. Encajar todas las piezas del puzzle, plantarse ante el vértice en el que se cruzan honestidad, creatividad y ganas es un trabajo tan agotador como refinado. Y a veces te resistes a encontrarlo, porque la vida se te enreda entre las raíces de la mollera, porque bucear en ciertos territorios escondidos duele tanto que prefieres quedarte en la superficie. La sensibilidad, a veces, es angustiosa. Valoremos a los que se revuelcan en ella día tras días para regalárnosla.

No es lo que son los artistas, que también, es lo que somos nosotros frente a su arte. Somos más libres, mejores personas, más bonitos. Y eso siempre es de agradecer.