Avanzamos con paso firme hacia un mundo perfecto: tras alumbrar los bares sin humos, los circos sin animales y las fronteras sin alambradas, nos encaminamos al Parlamento sin políticos. No otra cosa cabe pensar tras dar a conocer los partidos sus candidaturas electorales.

Hacen falta -así lo dicta el pensamiento predominante- diputados que sufran nuestras miserias, senadores que viajen en metro, líderes que cambien pañales. Como el Parlamento tiene que parecerse a la calle, hemos sustituido a las élites por una pedrea de personajes variopintos cuyo gran valor consiste en conectar con la gente.

Acaso sea posible que entre los toreros, los tertulianos, los periodistas, los activistas de toda condición y los independientes que calentarán escaño la próxima legislatura salga un estadista. Acaso.  

En pocos años hemos pasado de un concepto aristocrático de la política, en el sentido etimológico de gobierno de los mejores, a otro oclocrático, esto es, de poder de la plebe. Las mejores entrevistas políticas ya son las de El Hormiguero.

Los partidos han entendido que los votantes se acercan a las listas de candidatos buscando reconocerse en ellos. Es así que el profesor emérito o el eminente hombre de leyes, por poner por caso, son perfiles que apestan a naftalina. Se estima que tipos tan fuera de la realidad de las pequeñas cosas son incapaces de defender los intereses de la mayoría porque encarnan, precisamente, a una minoría. No son reflejo de la sociedad. No nos representan.

En el lado opuesto encontramos cada vez más víctimas en las listas. Las víctimas están, dicho sea con el mayor de los respetos, sobrevaloradas. Hay víctimas del racismo, del machismo, víctimas de violencia, de graves injusticias, víctimas de desgracias... Es posible que los malos tiempos nos hayan hecho interiorizar la idea de que todos somos víctimas de una situación que nos sobrepasa y nos aturde. Sufrimos, impotentes, el cambio climático, las consecuencias de guerras comerciales que se deciden a miles de kilómetros, atentados inspirados por fanáticos sin rostro... Así que nos identificamos con las víctimas y los partidos las incorporan a las candidaturas electorales. Son símbolos y mueven emociones. Qué rápido lo entendieron en Cataluña.