Es domingo con sol de invierno. A orillas de lo que fue la cancillería del Tercer Reich, dos hombres de tez morena preparan kebabs. En esta escena aparentemente inocua anida el progreso de la Historia. Cada inmigrante que, esta mañana, sale del portal donde los gerifaltes del Führer organizaban sus “ruedas de prensa” -maravilloso eufemismo- supone una gran victoria de la humanidad.

Aquí, en la avenida de Wilhelmstrasse, apenas un par de edificios calzan más de cien años. Antes de pegarse un tiro, Hitler consiguió que las bombas arrasaran Berlín. Esta recta, hasta 1945 inundada de ministerios nazis, es ahora una calle prefabricada, casi catálogo de Ikea. Podría encajar en cualquier ciudad sin alma, pero los alemanes le inyectaron una pulsión de memoria que, en forma de carteles, recorre sus aceras hasta casi rozar la Puerta de Brandenburgo.

Los rostros de Goebbels, Himmler, Göring y otros tantos asesinos lucen en distintas placas explicativas que ven cientos de niños cuando salen del colegio. El centro, que se anuncia en letras infantiles y de colores, casi roza el palacio de la propaganda nacionalsocialista. Y no pasa nada. La gente hace la compra, un hombre a bordo de un camión pita para que le dejen pasar y una señora deja que la luz le lama la cara sentada en un banco.

El recorrido topográfico de los carteles permite al turista alumbrar la barbarie en su retina. Mediante estas fotografías el paseante puede comparar las bondades de la democracia -que residen en poder aparcar sin ser degollado por cuestiones de raza o religión- con las heridas irreversibles fruto del fascismo.

Igualito que en España, donde la memoria casi siempre conlleva profanación; donde el recuerdo divide, pero no enseña. Dos ejemplos: el museo de historia madrileña no dedica ningún espacio a la guerra civil y las trincheras de ciudad universitaria se excavan gracias a la colaboración de becarios norteamericanos. Madrid no muestra a los suyos dónde estuvieron las checas de la muerte, tampoco indica los lugares preferidos por Franco para fusilar al amanecer.

Por eso la exhumación del dictador importa un pimiento. Debería ser sólo la guinda del pastel. Más grave es que el Valle de los Caídos, sin paneles ni guías que lo contextualicen, siga actuando como monumento laudatorio de la “cruzada”, o que miles de familias no sepan dónde están enterrados sus padres, o que ochenta años después de la guerra no hayamos sido capaces de iluminar sus huellas para los flâneurs del presente.

“Es mejor olvidar, eso a nadie le importa”, suele escucharse. Por eso cuando el Consistorio de la capital saca sus entradas para visitar el búnker de El Capricho se agotan en quince minutos… Político de turno, trabaje la memoria aunque sea por dinero. También en ese caso le será rentable.

La Historia regala baños de sangre a las civilizaciones de vez en cuando. El miedo y el vértigo son emociones tan nobles como la valentía y el arrojo. Activemos el recuerdo con la mirada fija en la catástrofe. Así no nos tocará vivir la próxima.