Después de sospecharlo durante años, uno es consciente de que Madrid es su ciudad cuando los padres visitan la casa. Dos días antes limpiamos para grabar el anuncio de la vida que acecha. La casa es un concepto de provincias como el madraca, ese ser a medio camino entre su circunscripción electoral y la discoteca Green. El adjetivo viene manoseado por los nuevos votantes de Vox que aspiraban a algo más que acudir a su iglesia de siempre los domingos, pero se conforman cuando ven que la vida se complica un poco, hibernando la última veintena bajo las faldas de mamá. Son hombrecitos sin rematar con convicciones y acobardados, la derecha que tan bien entendió Abascal antes de meterse con las pistolas. Siempre hay una excusa, un título por aprobar, el trabajito a cinco minutos del brasero, la oposición que se atraganta. Ellos sabrán: también conozco formas peores de perder el tiempo, como leer los prólogos de Javier Aznar.  

La casa señala algo que supera el piso de estudiantes o el piso del primer trabajo –El piso– compartido con el compañero que se gana la vida de forma corriente. La casa define muy bien lo que van a ser los próximos años: garrafas de aceite de cinco litros descargadas por el operario de SEUR mentiroso que nunca pulsa el timbre y flamenquines semi congelados, supervivientes a los 400 kilómetros de coche, a la aventura de saltar Despeñaperros con el maletero lleno de primeros auxilios para el hijo independizado. Un congelador rebosando flamenquines es el primer compromiso antes de cruzar el umbral de la joyería con un fajito en el bolsillo. Esas circunferencias relucientes de los escaparates son los últimos transbordadores que tiene Serrano, sin contar Hevia, para atracarse en otra época.

Supongo que el paso natural será abandonar el empadronamiento de siempre por aparecer en el registro de la zona azul del barrio de Salamanca. Como si la vida estuviera diseñada desde hace mucho tiempo: novia de tobillo fino, coche y niños lo más pronto posible. Lo veo cuando salimos de Madrid a las urbanizaciones que rodean campos de golf. Mirar en los jardines es invocar bolas de cristal donde el futuro siempre es peor, aparece el tobogán que cae en la fosa de la vida adulta. ¿Qué queréis? Madurar es pedir un chupito en un after dándole la espalda al tiburón de la treintena. Suena esa banda sonora horrible antes de que la sangre borbotee por la superficie y tu pierna a medio devorar marque el sitio exacto donde lo dejaste. Esas placas del Ayuntamiento faltan en Madrid, los lugares donde los hombres se miran a sí mismos. Nos merecemos esos azulejos. No soy exagerado: a partir de julio amanece un monstruo que pide papeles. No estoy seguro de nada, ni siquiera de alcanzar la meta volante con la obligada voz propia. O haber perfilado un estilo lo suficientemente diligente como para alimentar varias bocas.  

Estos terrores los disimulo con mis pequeñas distracciones. Me gusta escuchar en las terrazas a Díaz Yanes destrozar las películas que nos gustan. El sol me da de medio lado mientras apuro un gin tonic que no he pedido. Empecé a fumar puros como quien ve cine ruso en versión original, es decir, no entiendo nada pero asiento mucho. Me permito hacer chanza de los hombres que vuelven de los colegios rodeados de chavales en uniforme, camisas o chándal, sentado sobre la acera más cara de Madrid. Subrayo los libros que me busca Lourdes por las estanterías de Pergamo. Nunca llevo efectivo, la tarjeta es trinchera. Ni siquiera tengo valor para mirar la cuenta corriente después de un fin de semana alcoholizado, o lo que sea eso que ofrecen los articulistas gallegos que pululan por Madrid. La vida nunca será esta primavera del rosado y el foie en Luchana. Al menos que mantenga el reposo del atardecer en Richelieu.