El proyecto de independencia en Cataluña vive un momento delicado. Hay grietas en el procés. Puigdemont, la Norma Duval de los fugados de la Justicia, está acorralado si pretende seguir adelante con su candidatura a las elecciones europeas. Aunque él piense que pone así en jaque al Estado de derecho, como si la rata planeara emboscar la trampa que la asfixiará hasta la muerte porque está decidida firmemente a comerse el queso. Y los que no se escondieron esperando su redención democrática a través del espíritu santo de las voluntades populares, se la juegan ahora en Madrid; deslumbrados por la luz cegadora de la ley, que los escruta, y rodeados de los lujos que concretan el ordenamiento jurídico ante los hombres. Los mármoles, las alfombras, los metales del Tribunal Supremo son la última estancia del civismo, un paraíso que sólo visitan los pecadores lanzados desde lo alto de un patrol de la Guardia Civil.

En 1992, Cataluña era un balcón sobre el Mediterráneo. Las Olimpiadas fueron el monumento al optimismo que respiraba España, esa actitud despreocupada que ayuda a que las cosas acaben saliendo siempre bien, la inercia que tiene la vida en algunos momentos muy concretos. Fue el mejor verano del país mezclándose con el mundo en Barcelona, la ciudad perfecta –para escribir, para enamorarse, para que el heredero al trono liderara la expedición olímpica– por la que corría la antorcha. La alegría de final de siglo, un cosquilleo inocente, pasando de mano en mano. Los años pasaron arrastrados. Allí han envejecido fatal. Podrido, el testigo avanza todavía impulsado por la fuerza de aquellos días: ese orgullo escondía un fondo negro, oscurísimo, de banderas arrojadizas, un frankenstein que pasea tranquilamente por la actualidad. Ya no hay balcón luminoso, sino un muro garabateado con propaganda.

Hallaron el fuego de la autodeterminación, que vive sus peores días. Elsa Artadi decidió alimentarlo introduciendo a Ana Frank en su mismo espectro. Para ella las dos sufren de la misma forma, ve en las recomendaciones de la Junta Electoral la patada del alemán borracho de odio a su puerta. Artadi, que tiene el tono privilegiado de los que nacen en buenas casas –estéticamente, la Emilia Landaluce del separatismo– sabe que su comparación es infame y precisamente por eso la hace.

En Cataluña se ha instalado una forma de estar lunática por la que vale cualquier argumento si es un contraataque al Estado o empatiza con los políticos presos. Realmente no sorprenden ciertos comentarios porque han institucionalizado la ausencia de moral. Por eso, cuando Puigdemont está a punto de entregarse o los testigos del Supremo acercan la rebelión a los acusados, los catalanes que van detrás de Artadi en la cadena se reconfortan sintiéndose las víctimas perfectas: niñas indefensas perseguidas por lo que son.

A los que sufrieron los campos de concentración les sorprende siempre lo mismo: el olor de las personas. Cómo huelen los semejantes cuando se les hacina o quema. El escritor húngaro Erno Szép relató la ocupación de su país y los trabajos forzados con los que reventó junto al resto de judíos en El olor humano. A la vista de la putrefacción, alguien debería empezar una crónica de los hechos titulada El olor de Cataluña.