Existen dos tipos de autoengaño: el de quien cree que algo es imposible porque nunca antes ha sucedido (el votante del PSOE respecto a una victoria de la derecha en las andaluzas de 2018) y el de quien cree que algo va a suceder siempre porque ya ha sucedido antes (el votante de Vox en las generales de 2019). 

Si algo demostraron la victoria de Donald Trump y el referéndum del brexit en 2016, o la irrupción del partido de Santiago Abascal en el Parlamento andaluz en diciembre de 2018, no es que las encuestas mientan sino que A) los que mienten, sobre todo a sí mismos, son los ciudadanos, y que B) cada vez más personas deciden su voto en las últimas 24 horas, por no decir en los últimos veinticuatro segundos. Y eso no hay sondeo que lo resista.

El jueves pasado presenté en Madrid junto a otros periodistas y Narciso Michavila, presidente de la encuestadora GAD3, el libro La sorpresa Vox, de la editorial Deusto. Michavila defiende la idea de que existe en Cataluña terreno electoral suficiente para un nuevo partido catalanista pero no separatista que haga lo que hicieron Podemos en 2015 o Vox en 2018. Es decir, captar a cientos de miles de votantes catalanes huérfanos condenados a moverse entre la abstención o el voto a regañadientes al mal menor.

Michavila tiene razón cuando dice que en Cataluña hay espacio demoscópico para ese nuevo partido. Durante la presentación, sin embargo, yo refunfuñé lo contrario. "Ese partido que describes es el PSC, un partido no separatista pero sí catalanista, que es como los nacionalistas se llaman a sí mismos”. Y yo tenía razón… aunque sólo en parte. Porque cometí el error de pensar desde el punto de vista del eje nacional en vez de desde el punto de vista del eje clásico derecha-izquierda.

Haciendo abstracción de la obviedad de que el nacionalismo se puede vestir de seda socialdemócrata pero ultraderecha se queda, existen ahora mismo en Cataluña cinco partidos bailando en la misma baldosa de la izquierda: PSC, ERC, la CUP, los comunes de Ada Colau y el Ciudadanos de Manuel Valls.

Y, si me apuran, en esa baldosa baila hasta el PDeCAT de Carles Puigdemont. Un ¿movimiento? que presume de republicano, feminista y defensor de un Estado del bienestar mastodóntico para nacionales, inmigrantes e inmigrantes ilegales financiado por una de las ciudadanías más atornilladas por las administraciones locales de toda España. ¿Y qué hay a la derecha de esa turba de socialistas batallando por la última gota de sangre de los catalanes? Sólo el PP, un partido en trance de desaparición en Cataluña y con el poder de seducción de un helado de acelgas.

Lo que queda en Cataluña, efectivamente, y desde aquí reconozco el astuto análisis de Narciso Michavila, no es un nicho electoral cualquiera: es un agujero negro del tamaño del Gargantúa de Interstellar.

Ahora que el prófugo de la Justicia de Waterloo anda lanzando gatos por la ventana de su mansión belga mientras el Parlamento y la Generalidad cumplen año y medio de parálisis absoluta, va aproximándose el momento en que las clases medias catalanas deberán decidir si siguen queriendo sacrificar Cataluña entera en ese viaje alucinado a ninguna parte a la vera de un puñado de trastornados con lazo, golpistas corruptos, predicadores con el alma torcida y perroflautas de iPhone Xs, o si quieren volver a casa y recuperar los cuarenta años de democracia sacrificados en el altar del racismo de sus políticos, su sistema educativo y sus medios de comunicación.

Otra cosa es que a la burguesía catalana le vaya a pesar más el miedo al socialismo, es decir a la decadencia, que el odio contra los españoles. No apostaría yo por esa posibilidad, especialmente por la dificultad de desgajar el “catalanismo leal a España” del “nacionalismo desleal a la democracia”. Pero supongo que alguien tiene que intentarlo, si es que ese alguien conserva la fe en los catalanes nacionalistas. Yo la perdí toda hace años