Yo me volví feminista con catorce años, cuando me rebelé contra la frase “Niñas, poned la mesa” que se escuchaba en mi casa los fines de semana, y todos esperaban que mi hermana y yo nos afanásemos en un trajín de platos y cubiertos mientras mi hermano veía la tele.

Un día dije yo que qué le pasaba al chico, si estaba enfermo o algo y por eso nos caía el marrón a nosotras dos. No recuerdo qué ocurrió. Seguro que me castigaron por contestar mal, pero treinta años después, cuando compartimos almuerzos familiares, mi hermano sabe que no se libra de colocar vasos o recoger servilletas.

La mía es la generación del despertar, de las primeras preguntas, de los gestos de extrañeza. De las pequeñas batallas domésticas que a veces acababan regular. La generación que lamentó que sus abuelas no hubiesen podido soñar con la universidad, o que los padres no supiesen ni freír un huevo porque daban por hecho que siempre habría cerca alguna señora para asegurarle la cena. Nuestra educación tenía aún resabios de posguerra, y tuvimos que ser nosotras las que frunciésemos el ceño para llevar la contraria mientras las madres, siempre en voz baja, nos decían aquello de “estudia, haz tu vida, sé independiente”.

Ellas, que no eran del todo dueñas de sus destinos, querían dejarnos una herencia algo mejor: la de la libertad. Y así nos plantamos en el siglo XXI, con la convicción de que el futuro era nuestro y que no teníamos que pedir permiso a ningún señor para ponernos el mundo por montera.

Dicho esto, queda demasiado por hacer. Esta no es una sociedad igualitaria, y ya no estoy hablando de casas donde las niñas siguen poniendo la mesa: hablo de brechas salariales, hablo de abusos de poder, hablo de discriminación laboral. Y hablo de prejuicios. De muchísimos prejuicios. De los de hombres a los que esto no gusta demasiado porque se les acaba el chollo. Y de algunas mujeres que han decidido patrimonializar una batalla que debería ser de todos y quieren imponer la formación de ataque, la toma de la colina y la línea de fuego. 

Cuando el sábado anunciamos en Ciudadanos la presentación de nuestro manifiesto del feminismo liberal, las hordas tuiteras dirigieron sus ataques a las mujeres del partido. Cómo osáis, cómo os atrevéis. Personajes cuya única contribución a la causa de las mujeres es dar voces detrás de una pancarta, que no pueden enarbolar un solo logro para avanzar hacia la igualdad real, alborotadas ante la posibilidad de que alguien les coma la tostada. Qué pereza, qué rollo.

Yo no he conseguido que ningún hombre pueda decirme lo que tengo que hacer para permitir ahora que me lo digan determinadas mujeres. No me he sacudido un paternalismo de años para que una señora cuyo mayor mérito es llevar en la boca el carnet de un partido cuestione mi compromiso con los retos del siglo XXI. No he sido independiente desde los 25 años para que alguien me diga ahora que ser feminista es decir “portavozas”, “miembras” y saludar con un repelente “Hola amigos y amigas, bienvenidos y bienvenidas a todos y todas”. No he reivindicado el derecho de cualquier mujer a vestirse como le dé la gana para que venga una lista a discutir mi voluntad de ponerme tacones. No le dije a mi hermano que se levantase del sillón y cogiese los platos para permitir ahora que otras fijen a su antojo las reglas del juego. De un juego en el que se está ventilando la ética del futuro.

El manifiesto del feminismo liberal se presentó este domingo, entre decenas de mujeres que ostentan cargos de responsabilidad, líderes europeas y hombres dispuestos a compartir la tarea. Porque hasta que no entendamos que este es un reto de todos, no va a ser posible afrontarlo. Esta será una semana de declaraciones, de gestos, de proclamas. También, para algunas, de concursos de feminismo en los que no pienso participar, porque la cosa no va de eso. Esta batalla la libraremos entre todos o no la ganará nadie. Y, al fin y al cabo, se trata de algo tan sencillo y tan complicado como el de reclamar el sagrado derecho de ser completamente libres.