Hay un momento peligroso en la carrera del periodista y es ese en el que un político le pregunta por primera vez "¿y tú cómo lo ves?". Ojo. No hablo de activistas de cafetería de facultad de letras como Irene Montero, Adriana Lastra o Ada Colau. Es decir de ese tipo de gente a la que sólo podrías responder con un "da igual, porque tampoco lo ibas a entender". Hablo de políticos adultos. Es decir, de Inés Arrimadas, Soraya Sáenz de Santamaría o Rosa Díez.

Tampoco hablo de ese "oh, te leo cada día, me encanta lo que escribes" con el que algunos políticos suelen camelarse a los más cándidos de mis compañeros. Hablo del momento en que el periodista adquiere consciencia de por qué la prensa es conocida como "el cuarto poder". Ese en el que el mencionado periodista cae en la cuenta de que un artículo suyo podría mover la realidad un milímetro hacia la derecha o hacia la izquierda. ¿Y quién es capaz de resistir la tentación de darle al botón con el dedo a-ver-qué-pasa? 

En esa curva se han matado muchos de mis compañeros. Algunos pobres desgraciados lo han hecho de formas horrendas, descoyuntados en posiciones imposibles tras ser nombrados asesores de tal o cual Ministerio de Botijos y Bocinas. A estos, la vida les ha reservado el peor de los castigos posibles: un sueldo astronómico que a duras penas es capaz de cubrir el gasto mensual en psiquiatras. Léase el cómic Quay d'Orsay. Crónicas diplomáticas para una mejor comprensión del fenómeno. 

Quay d'Orsay. Crónicas diplomáticas, de Abel Lanzac & Christophe Blain (editorial Norma, 2014).

Otros han acabado de morros en la zanja de la sección de cultura interseccional o algún otra aparcadero de becarios parecido después de arrancar a correr en sentido contrario mientras movían los brazos como las aspas de un molino en día de ventolera y chillaban "¡no me dejaré tentar por el lado oscuro!". En realidad, estos son unos narcisistas y mejor andarse con cuidado con ellos. Uno que presume de no ceder a las tentaciones suele ser un beato que se ha rendido a una parafilia peor

Otros acaban encamados, con frecuencia en sentido metafórico, aunque no siempre, con el político, el iluminado o el dictador de turno. Pero eso ya entra en el terreno de la ideología y allá cada cual con el respeto que le merezca su profesión.

A esta última categoría, grosso modo, pertenecen los periodistas que el miércoles pasado presentaron el libro Tres días en la cárcel. Un diálogo sin muros de Gemma Nierga y Jordi Cuixart. Es decir, Antonio García Ferreras, Pepa Bueno, Jordi Évole y la misma Nierga.

Gente convencida de que Cuixart, que está siendo juzgado en el Tribunal Supremo por un golpe de Estado, es decir por el mismo delito por el que se condenó a Tejero y Milans del Bosch, es un tipo "fascinante", "interesante", "entusiasta", "de energía contagiosa" y "culto", aunque "un poco ingenuo", "convencido de que todo lo que hizo lo estaba haciendo muy bien" y "un poco naif". ¡Hay que joderse con la xenofobia bonachona de los líderes nacionalistas catalanes!  

Como explica Alberto D. Prieto en su crónica para EL ESPAÑOL, Cuixart es un hombre que se pasa una noche sin dormir y escribe una carta manuscrita de penitencia cuando un niño, ¡un niño!, le recuerda lo mucho que se preocupa por las pensiones de las abuelas catalanas y lo poco que le importan las de las abuelas cordobesas. Intentas reventar un país de cuarenta y siete millones de habitantes, pero te fundes con el comentario banal de un crío sobre la pensión de su abuela. Es difícil imaginar mayor frivolidad. 

El fenómeno no es novedoso. Me refiero al de los periodistas rendidos a Cuixart. Se trata del tradicional encaprichamiento del periodismo de izquierdas con los bandoleros de su cuerda ideológica y que se concreta, por ejemplo, en la cara de esos mismos bandoleros en la portada de la revista Rolling Stone. O en la de un libro, que para el caso es lo mismo.

Miren. Como catalán que debe sufrir a los racistas de mi tierra a diario, les confirmo que todo esto sería bastante más digerible si el periodismo de izquierdas no me viera como una oca fascista a la que empotrar un embudo por la garganta con el que hacerme tragar a puñetazos la idea de que esta gente es inocente de todo delito.

Porque ni esta gente es mayoría, ni es demócrata, ni es pacífica, ni sólo quería votar. Esta gente es la ultraderecha nacionalista más violenta de este país, quería convertir en extranjeros a la mitad de los catalanes, buscaba una nación étnica y culturalmente pura de pensamiento y partido único, y dio un golpe contra la democracia utilizando para ello todo el poder institucional y civil del que dispone y que acapara en exclusividad desde hace cuarenta años

Esto es una revolución, sí, pero de los ricos catalanes contra los pobres del resto de España. Y que alguien que se dice de izquierdas defienda este grotesco esperpento fascista, cuya catadura moral se corresponde con precisa exactitud con la belleza de sus performances artísticas y la profundidad de sus argumentos políticos y jurídicos, debería hacerle reflexionar durante un par de minutos sobre sí mismo y sobre esos principios humanitarios que tan a gala luce en el pecho.   

Y yo entiendo el atractivo del poder y la tentación que siente el periodista que se aproxima a él. Sobre todo cuando ese poder, como ocurre en el caso del nacionalismo catalán, es absoluto. Por supuesto que lo entiendo. Pero esto no es tentación. Es puro vicio