En las primarias que le devolvieron a la Secretaría General del PSOE, Pedro Sánchez utilizó un eslogan diáfano: “aquí está la izquierda”. Meses después, cuando hubo que fijar el lema del Congreso federal que lo (re)consagraría como líder, Sánchez insistió: “somos la izquierda”. Entremedias recuperó gestos de dudosa verosimilitud pero contrastada eficacia, como cantar La Internacional, puño en alto, al final de los mítines. Porque no hay Historia ni historial que estropeen un buen brindis al sol.

Por ello resulta curioso que, menos de dos años después, ese mismo líder se presente ante los votantes como el paladín de la mesura. “La abstención puede dar el triunfo al extremismo”, dijo este fin de semana, adelantando algunos de los mensajes que la factoría Iván Redondo ha preparado para los próximos meses: “no solo apelamos a la España de izquierdas y progresista. Tenemos que apelar a la España moderada, sensata, cabal”.

Resulta curioso, digo, porque la carrera política de Sánchez no se explica sin su gran disposición a cebar las pulsiones más intransigentes de su militancia. De eso iba el “no es no” que le sirvió para derrotar a Susana Díaz en las primarias, y cuya consecuencia lógica fue la moción de censura. De eso iba también la voladura del frente constitucionalista, ese que a día de hoy parece irrecuperable. Y de eso ha ido el formidable esfuerzo para convencernos de que, entre quienes se manifiestan un domingo en Colón contra el Gobierno y quienes declaran unilateralmente la independencia, se fugan de la justicia, declaran que en España hay presos políticos y desinfectan las calles tras el paso de quienes no comulgan con sus ideas, los extremistas son los primeros.

Las paradojas se acumulan, porque la carrera de Sánchez es producto de un clima muy particular: el de los peores años de la crisis económica y la revalorización de la palabra “izquierda” (habitualmente precedida por un “verdadera”, a modo de advertencia). Fue entonces cuando cundió en ciertos sectores la idea de que en la España democrática no ha habido una izquierda merecedora de tal nombre; y fue también la época en que se denunciaron los resabios centristas y blairianos como una trampa del tardocapitalismo, la gran traición posmoderna a la clase obrera.

Aquello dio alas tanto a quienes pensaban que la cosa iba en serio como a quienes comprendieron que ahí se podía pescar algo y, de paso, resucitar a un PSOE moribundo tras el zapaterismo. Pero, tras manejar ese clima con habilidad, Sánchez ha recuperado precisamente la gran intuición de Zapatero: la idea de que el votante socialista quiere sentirse a la vez moderado y de izquierdas, indignado y medroso. El problema es que, tras tantas contorsiones, los votantes no vean ni el centro ni la izquierda en ese “aquí” hacia el que gesticula el presidente, sino que solo logren atisbar un gran vacío: el del propio Sánchez.