Tiene Oriol Junqueras rasgos de carácter que mueven a simpatizar con él, incluso a aquellos que no compartimos ni sus ideas ni su particular visión de la acción política. Es un hombre comedido y educado, que rara vez alza la voz y que en el juicio que se celebra en estos días en el Tribunal Supremo ha sabido comportarse en todo momento como un acusado respetuoso y con aguda conciencia de las reglas de urbanidad. Es también un político que parece creerse sinceramente lo que dice, y que lo ha demostrado además de la forma más onerosa posible: aceptando la privación de libertad, en coherencia con sus convicciones, a diferencia de otros que prefirieron el escondite y el escapismo para no tener que rendir cuentas de sus desmanes. Es, además de todo lo anterior, un sentimental, un orador que apela una y otra vez a las emociones y que se deja traspasar por ellas.

A lo dicho, súmese que se trata de alguien que se encuentra en una situación difícil, separado de su familia y de sus hijos de corta edad, una circunstancia que no puede dejar de conmover a los que no participamos de ese sadismo represivo que desea para el reo de un delito la más espantosa expiación posible.

Nada de esto obsta, sin embargo, para apreciar que en su declaración de esta semana ante el tribunal han aflorado esos otros aspectos de su comportamiento que lo hacen más peligroso y contraproducente de lo que él mismo, persuadido de su bondad, se aviene a reconocer. Negarse a responder a las preguntas de las acusaciones, escudándose en la alegación genérica de que le persiguen por razones políticas, es lanzar la señal de que no se está en condiciones de responder a imputaciones concretas. Convertir su declaración en una charla-mítin con un letrado adicto, reducido al papel de dócil interlocutor platónico, se le admite -y así lo han entendido los jueces, con loable flexibilidad- como parte de su derecho a defenderse por el medio que crea oportuno, o como desahogo de alguien a quien no resulta fácil trasladar al mundo su discurso desde prisión, pero no tiene efectividad jurídica alguna en cuanto a repeler o desvirtuar las acusaciones, penales y no ideológicas, que pesan sobre él.

Y por encima de todo, parece Junqueras ignorar que no basta su declarado afán de no incitar a la violencia para olvidar que la consecuencia de sus acciones como vicepresidente de la Generalitat fue la fractura de la sociedad catalana, previa anulación -y menosprecio- de la voluntad y los derechos de la porción no independentista de dicha sociedad. Un perjuicio cierto y constatable, más allá de cuáles fueran sus intenciones. Que ese mal se traduzca al final en los delitos de los que se le acusa, o no, se dirimirá en el análisis de las pruebas y la subsunción en la ley penal de los hechos que resulten acreditados. Por muy buena gente que Junqueras crea ser, o efectivamente sea.