A estas alturas resulta muy difícil, para quien sienta algún aprecio por el espacio de convivencia que bien podría ser España -llamémosla por su nombre, sin eufemismos cicateros-, evitar la sensación de catástrofe. Todo lo que podía salir mal, nos está saliendo mal; todos los enemigos de esa posibilidad ilusionante parecen haberse conjurado para desarrollar a la vez sus mejores esfuerzos en contra del interés común. Son entusiastas, diríase que inagotables, y empuñan el mazo de demoler con una fiereza que no hace presagiar ya nada bueno. Y lo peor de todo es que no parecen tener a nadie enfrente; que quienes podrían o incluso deberían atajar el destrozo, o callan, o yerran o desbarran.

Comenzaron, las cosas como son, los que un buen día, en sospechosa coincidencia con el avance de unos sumarios en los que aparecían sus nombres, decidieron echar las patas por alto y dar por amortizado el laborioso pacto que nos permitió, con las deficiencias que se quiera, pasar de una dictadura ignominiosa a una democracia capaz de garantizar, bastante por encima del promedio de los más de doscientos países que existen en el mundo, derechos y libertades a sus ciudadanos. No es que no pudieran alegar razones para el descontento; quién no las tiene. Pero, se pongan como se pongan, distaban mucho de tener un motivo sólido para intentar desbaratar el Estado que ha traído al que dicen que es su pueblo niveles de bienestar, autogobierno y protección de su cultura propia que nunca había conocido.

Frente a ese exceso, con ignorancia grosera no sólo de las leyes y el derecho vigentes, sino de cualquier filosofía jurídica digna de respeto -léase el despropósito de sus leyes secretas de desconexión y organización exprés de una república mesiánica de ínfima calidad democrática e institucional-, el gobierno que entonces estaba al frente del Estado reaccionó de manera torpe y desacompasada, causando daños innecesarios pero, por mucho que se insista, lejos de la brutalidad que se le imputa. Para apreciarlo, basta con contar los muertos en alguna movilización reciente acontecida en Europa Occidental. Luego, como es bien sabido, se intervino y se restituyó la autonomía y se produjo un cambio de gabinete, tras el que los intentos de encontrar una manera de reconducir el conflicto han sido constantes.

Lo que no puede un Gobierno de España es reconocer un derecho de autodeterminación, ni perturbar un procedimiento judicial que arranca de unos indicios delictivos y que dispondrá de todas las garantías, con control final en Estrasburgo. Con su porfía en este sentido, el independentismo vuelve a echarse al monte, y la tibieza y la tardanza con que el Gobierno se lo hace ver ha desencadenado la peor de las pesadillas: el alza sin freno de una visión rancia y trasnochada de nuestro país. Una ola que no vacila en invocar los más negros fantasmas, ante la debilidad de un Partido Popular arrasado por la enormidad del daño que le infligió al país cobijando en sus listas a verdaderos salteadores de lo público, y que, presionado por unas siglas a su derecha que le están vaciando de votos las bodegas, decide ponerse a la cabeza de un arrebato retrógrado, anacrónico y disolvente.

Llegados aquí, y ante la mala fe y la ineptitud que campan por doquier, quien puede no tiene otra que disolver las cámaras, y que cada cual responda ante el elector de sus desmanes.