Días después de que Errejón cortara con Pablo Iglesias, ha transcendido cómo cuajó la operación de ruptura de Podemos. Lo ha contado Manuela Carmena con ese tono suyo que convertiría Yerma en un cuento infantil. A través de sus palabras la traición pasa a ser una traicioncilla “espontánea” y Errejón un niñito al que la socialdemocracia deslumbró un buen día, cayendo directamente a los brazos de la entrañable abuela que lo esperaba a los pies de los círculos y que ahora no se explica el “disgusto” que hace llorar a la izquierda por las esquinas de la capital. Es verdad que estas cosas no afectan en Richelieu pero en la plaza 2 de mayo berrean los millenials de provincia enganchados al Don Simón.

El pasado 22 de diciembre Manuela Carmena invitó a Errejón a cenar. Otros dicen que fue el 21. No hay consenso sobre el instante exacto en que Podemos comenzó a diluirse. Independientemente del día, la fecha era perfecta, en el meollo de la previa de Navidad de Madrid que es lo mejor de la Navidad y de Madrid, con la ciudad viviendo la inercia irreal de los últimos días del último mes como si realmente fuese imposible alcanzar el nuevo año. Se citaron en casa de la histórica jueza, disfrutando de la intimidad necesaria para desmontar el tinglado de Iglesias pieza a pieza. Una cena ese día, además, no levantaría sospechas: todo el mundo cena con todo el mundo en diciembre. La alcaldesa invitaba a empanadillas, Errejón se cortaba para siempre las greñas de la Complutense.

Mientras, Iglesias probaba la experiencia del burgués hortera que se muda a los pueblos que rodean Madrid para estar cómodo, ajeno a cualquier movimiento en su guarida de nuevo rico. Si desde Galapagar no se escucha el pulso de la calle, imagino que la mariposa que bailaba Errejón en el salón de Podemos era imperceptible. Lógico que saliera luego a los medios con esa cara de haber visto un cadáver andando por el jardín, saltándose la baja y a su propia mujer, portavoz sólo a veces, porque había visto el suyo propio. Que a Errejón le saliera bien la jugada aprovechando la ausencia del líder es la victoria de los que preferimos ir a los sitios andando que tener piscina. Por fin los hechos nos dan la razón.

Los dos tortolitos no habían cenado todavía cuando se escuchó crack. La formación seguía intacta, por poco tiempo, comprobó rápidamente Errejón, asustado porque ni siquiera había pulsado el botón. Rodó Carmena por el suelo y con ella las empanadillas que traían el olor a muerto de Vistalegre. Pasará a la lista de tropiezos decisivos. La alcaldesa tuvo más suerte que Don Juan Carlos: en un safari no hay ventanas por las que tirar los secretos cuando sucede un accidente. Errejón recogió una empanada del suelo antes de lanzarse al vacío de la noche madrileña mientras por la puerta principal irrumpían los servicios de emergencia acompañados de un miembro del partido.

En el salón quedó un tenue rastro a socialismo nuevo que los sabuesos no pudieron identificar, el viento agitaba las cortinas y por allí se asomó alguien de prensa que vio una sombra esquivar coches por la Gran Vía. En el suelo palpitaban los restos de Podemos: el tobillo partío como metáfora del partido quebrado, la bandeja cascarillada como el naufragio de los congresos en los que Iglesias metió el codo a sus compañeros para quedarse solo y las empanadillas enfriándose en el suelo como la ilusión de La Gente, esa marca inventada para camuflar en la masa sin forma los intereses de sus votantes.