Beethoven, Fincher y Wodehouse. Esa sería la elección del pianista James Rhodes si alguna nueva normativa le obligara durante un año a escuchar las obras de solamente un compositor, ver películas de un solo director, y leer a un único autor. Excelente, sin duda, su selección. Pero se perdería a Bach, a Scorsese y a Cortázar; a Mozart, a Iñárritu y a Faulkner. Y a tantos otros.

Hace unos días se anunció el cierre de la librería Nicolás Moya, la más antigua de Madrid, que llevaba vendiendo conocimiento a los médicos desde 1862. Quizá si los gestores hubieran sacado sus voluminosos libros a la calle y, con la ayuda de otras librerías de barrio cuya supervivencia también resulta una incógnita, hubieran taponado con ellos la calle Carretas, amenazando con no quitarlos hasta que hubiera un acuerdo que garantizara su futuro, quizá entonces esta histórica librería habría podido conseguir alguna concesión normativa que la mantuviera abierta. Como que, para comprar en una gran superficie hiciera falta pensárselo durante 24 horas, y hubiera que acreditarlo. Como que todo el mundo que viva a menos de 500 metros de distancia deba acudir a una librería, y no a cualquiera, a comprar sus libros favoritos. Como que nadie pudiera encadenar dos series de Netflix seguidas sin, antes, comprar una novela.

En el fondo, estos libreros y todos los demás, los que siguen trabajando y los que ya tuvieron que cerrar, también invirtieron gran parte de su potencial económico en su negocio que, además, también es o ha sido su vida; también se defendieron como pudieron de los riesgos inherentes a desempeñar las tareas naturales de un oficio que por supuesto ha de tolerar la competencia. Y también dependen de ellos numerosos puestos de trabajo. Los libreros, como otras muchas profesiones amenazadas, también tienen derecho. Lo único que no pueden hacer es cortar las calles. Cosa que tal vez no harían aunque pudieran. No porque no les importe lo suficiente su situación, sino porque les importa, también, la de los demás.

El mundo se transforma un poco cada día y esos cambios generan ciertas tragedias en algunos sectores que no supieron o no quisieron acomodarse a los cambios; al mismo tiempo esa metamorfosis crea nuevas posibilidades para los que ven oportunidades en esos cambios. Está por ver, aunque no tardaremos mucho en hacerlo, qué sucede cuando el legislador irrumpe en el marco del progreso, o como se le quiera llamar, y se propone regularlo.

Ojalá que el gran pianista británico afincado en España pueda seguir aprendiendo con Chopin o divirtiéndose con Siniestro Total durante mucho tiempo, sin que nadie venga a limitar sus opciones o a controlar sus gustos. "La vida es una inmensa disonancia", afirmó el genio polaco hace casi dos siglos. Las ideas de Chopin -como sus nocturnos para piano- son eternas: la vida no suena mucho mejor hoy.