El miércoles se cumplen 24 años del asesinato de Gregorio Ordóñez.

Recuerdo perfectamente aquel día de enero. Entonces vivía sola en un apartamento diminuto lleno de corrientes de aire, y allí estaba cuando me enteré del suceso por la televisión.

Llevaba puesto un pantalón vaquero y un viejo jersey de color gris. Me senté en el sofá que por la noche se convertía en cama, y me eché a llorar por un hombre al que no conocía, por una familia destrozada –en los días sucesivos me enteraría de que Gregorio estaba casado, que era padre de un niño muy pequeño, que tenía una hermana de su misma edad– y por la certeza de que la libertad en el País Vasco acababa de recibir un golpe irreparable.

Gregorio, Goyo, no era un político cualquiera. Tenía posibilidades de convertirse en el próximo alcalde de San Sebastián, y desde el ayuntamiento quebrar la omertá del nacionalismo, cuya gran beneficiada era ETA. Por eso lo mataron. Porque, más allá de las siglas que defendía, Gregorio Ordóñez iba a convertirse en un gran problema para los terroristas y para aquellos que les proporcionaban cobijo desde las instituciones.

Aquel mediodía, en San Sebastián, no se trataba de matar al representante de un partido. Había que matarlo a él, por eso dos pistoleros se fueron al bar donde comía y le descargaron una pistola encima sin que nadie se inmutase. Su compañera, María San Gil, salió corriendo detrás del asesino. El resto de parroquia que atestaba el local no movió un dedo para interrumpir la huida del pistolero. Hubo quien siguió comiendo. Recuerdo que ese detalle me heló la sangre.

Me pregunto cómo se habría escrito a historia si no hubiesen matado a Goyo Ordóñez. Y sé que muchas cosas habrían sido distintas. Que un hombre como él habría sido capaz de agitar conciencias dormidas, mandando de bruces a muchos cobardes a mirarse en el espejo de su miseria. Quizá algunos de los que siguieron mojando pan en la salsa mientras sonaban los tiros que mataron a Goyo podrían llegar a avergonzarse de su indignidad, de su cobardía.

Hoy, personas supuestamente decentes intentan blanquear la memoria de los que asesinaron a Gregorio (y de quienes enviaron a matarlo), y hablan de olvido, de perdón, de páginas que hay que pasar. Miro atrás y no puedo creer que haya transcurrido tanto tiempo, casi un cuarto de siglo, desde aquella tarde gris en la que lloraba dentro de mi jersey estirado sabiendo que con Gregorio Ordóñez había muerto una gigantesca posibilidad para Euskadi. Supongo que no lloraba por él, ni siquiera por su hijo de un año, ni por su viuda, ni por su hermana.

Lloraba por mí.