El ruido, estos días, lo invade todo. El que hace Vox, exigiendo cambios porque “se da ayuda a cien maltratadas, y solo tres son casos reales”. El del PSOE, que obtuvo una sillita en la Moncloa porque –dijo había que desalojar a la corrupción y convocar elecciones, pero sigue enganchado al poder y sin preocuparle demasiado ninguna de las dos cosas. El de Casado, cuyo candidato no ganó en Andalucía pero cree que sí y, para demostrarlo, negociará lo que haya que negociar, y con quien haya que hacerlo, para dirigir el nuevo Gobierno de la Junta. El de Podemos, con Iglesias tan maternal estos días, hundiéndose poco a poco en su extremismo de Galapagar y escoltas, sin conceder, en su arrogancia, trascendencia alguna a los errores propios. Y el de Ciudadanos, que quiere apoyos pero no pactos; quiere gobernar, o cogobernar, pero no mancharse con quienes le permiten hacerlo.

Ruido infernal en Cataluña, donde no se sabe si estamos mejor o peor que estábamos con el último Gobierno que ganó unas elecciones. Entonces había un enfrentamiento feroz; ahora hay un diálogo extraño que provoca concesiones y que, como todos saben, es muy improbable que pueda llevarnos a algún sitio: es solo cuestión de tiempo que haya otro choque de trenes. Quizá solo se trate de que las partes continúen blindando sus vagones particulares para que, cuando se produzca el impacto, las consecuencias resulten asumibles para su supervivencia política.

El ruido, fuera, también es como un murmullo que lo enturbia todo. May intenta sobrevivir a las consecuencias de un referéndum que nunca debió haberse producido y que, para solventar sus peores implicaciones, habría que repetir. Solo así se generaría paz interna y claridad en el exterior; solo así el brexit, o su ausencia, tendrían sentido.

Ruido en Italia, con un gobierno tan heterogéneo y tan anti-europeísta, tan improbable, que quién sabe si lo copiaremos algún día. Ruido de chalecos amarillos y de pañuelos rojos en Francia, unos promoviendo insurrecciones y otros defendiendo instituciones.

Ruido también en América, con Trump apostándolo todo a su escandaloso muro al gran sur que da a América Latina, e incansable en sus majaderías, tan celebradas por millones de seguidores; esos que, probablemente, le entregarán otros cuatro años de diversión en la Casa Blanca.

Ruido en Brasil al realizar su giro a la derecha; tal vez pueda resultar exagerada su ejecución, aunque quizá no tanto si se mira un poco más al norte, a la Venezuela que se desangra en el infierno populista que creó Chávez, y que Maduro ha conseguido agravar dejando a la nación tiritando no de frío, que eso es difícil en Caracas, pero sí de hambre.  

En medio de tanto ruido, releo una carta que escribió el violinista Fabio Biondi a su hija Livia, publicada en El País Semanal hace unos meses. En ella, más una sinfonía deliciosa que cualquier otra cosa, el maestro reconoce a Livia que ella está en una “edad incierta” y que tal vez por eso, dice, “te irrita todo lo que amo”. También le dice que sabe que ha descubierto que las verdades que le enseñaron solo lo son a medias; y que los amigos, el amor y la vida no son como esperaba. “Sé que, de alguna manera, te sientes engañada”, escribe el violinista y director de orquesta italiano. “¿Algo asustada, quizá?”

A veces, pocas, pero algunas veces, leo escritos que desearía haber escrito yo, como estas notas asombrosas mecidas por la melodía evocada en una viola d'amore, el instrumento que una vez halló Biondi en La Petite Boutique des Violons parisina.

Qué gran tragedia que el ruido de los conflictos y de la ignorancia a menudo silencien melodías exquisitas, como las que escribe, toca o dirige Biondi, que son las que, en realidad, permiten que el gran teatro en el que vivimos continúe girando.