Desdichas del mes de enero. ¿Por qué no intentarlo? Empezar el 2019 con una columna que no lleve, como todas, a la cólera o al desaliento.

Leo la prensa. Una crónica tras otra de la frivolidad y el absurdo, de la injusticia rampante –en los hechos, en las palabras-, de lo necesario como contingente y de lo contingente como necesario -aunque no sea posible- y tantos días de la marmota que uno se imagina según qué realidad como el manto que tejía Penélope de día y destejía de noche. Y de vez en cuando –demasiadas veces- el rostro del horror o del desamparo, o quizás una enorme mancha de sangre que tiñe una portada y se convierte en dos días en un breve para desaparecer después.

Pero lo cierto es que a pesar del empeño que ponen unos en ser irresponsables –dicen que en nuestro nombre- y otros en hacer el mal, los resortes de la sociedad no se detienen y hay quien prospera, a pesar de todo y quien parchea los efectos de la ineficacia que paga. Porque quien se siente capaz, no espera ni se resigna, simplemente vive e intenta hacerlo lo mejor posible. Todo eso a pesar de los intentos de convertirnos –con los medios de comunicación, con las leyes- en menores de edad.

Y hasta lo inevitable, como un tsunami o cualquier otro desastre natural, nos da la oportunidad de dar lo mejor de nosotros mismos, y entre los escombros y el barro, es posible encontrar bondad y heroísmo e incluso liderazgo cuando hay que volver a levantar lo que se ha caído o simplemente salir huyendo.

Dicen que las buenas noticias no son noticia, pero con qué fruición las consumimos, intemporales incluso, cuando llegan a nosotros. Y es el perro que salva al amo o el amo que salva al perro; el pobre que devuelve el dinero extraviado aunque lo necesite tanto; el que da parte de sí mismo para que otro tenga salud; ese niño no querido que, pese a todo sobrevive o ese que sonríe a la cámara mientras libra su duelo hospitalario con la muerte; una historia de superación; el empeño de alcanzar un reto… porque andamos faltos de épica y de ternura y pedimos –no, exigimos- finales felices.

Hay niños para los que el hospital se convierte en su casa pero no en su hogar. Hay quien primero cree y después comprueba que si los niños se divierten, sufren menos, y entonces decide que puede ser una buena idea montarles una sala de cine, pongamos que en el hospital Universitario de Burgos. O quien, habiendo llegado a la misma conclusión, ocupa su tiempo en disfrazarse de payaso para hacerles reír o quien decide que si el espacio en el que están parece de cuento, puede que vivan su enfermedad casi como un cuento.

Hay gente, común y corriente, que cuando lee las cifras de la trata de mujeres o cuando sabe de una redada en la que se han liberado a algunas de ellas del horror, ya lo había denunciado antes (a pesar del riesgo) y está ahí esperándolas para ofrecerles cobijo y, sobre todo, una oportunidad para rehacer sus vidas rotas.

Hay personas normales que sienten como propia la felicidad de llenar de alimentos las alacenas de sus locales pensando en quienes van a recibirlos, y sufren, como si para ellos fuese, cuando ven que no hay repuesto.

Hay quien ve a un minusválido psíquico y no aparta la mirada con conmiseración, sino que piensa el modo -práctico, concreto- para mejorar su vida. Y lo hace.

Hay mujeres que no hablan de empoderamiento femenino ni escriben trinos incendiarios sobre el heteropatriarcado pero miran a África y saben que la educación es la mejor –a veces la única- herramienta para salir del círculo de la pobreza. Y deciden construir una escuela-internado -pongamos en Wino, Tanzania- para 180 niñas.

O jóvenes huérfanos o abandonados -quizás en Guatemala- a los que sólo conocer bien un oficio y tener un empleo, les evita la condena a la muerte y la violencia de la vida en la calle. Y hay personas que lo tienen claro y montan uno, dos, tres talleres (los que pueden) y les enseñan a valerse por sí mismos y a ser un eslabón más que dé una oportunidad a los que fueron como ellos.

Y los que intentan reinsertar a los niños soldados, los médicos que se van a África a operar en sus vacaciones, las personas que dedican parte de su tiempo libre a acompañar a los ancianos que están solos, los que reconstruyen gratis un puente que arrastró una riada, los que llenan sus noches llevando un termo de caldo y algo de compañía a los sintecho, los que ven una solución donde otros se limitan a ver sólo a alguien descartable.

La lista es, por fortuna, interminable y hasta puede que usted forme parte de ella.

Frívolos, inconscientes, malos y caraduras -muchos ellos a cuenta del erario público- ocupan el mismo espacio y viven en las mismas ciudades en las que habita la gente buena. Pero sólo los primeros son noticia.

No aspiro a cambiar eso, pero qué bueno poder empezar el año hablando de lo que sí vale pena.