En cierta medida, el pequeño paso que lleva del 31 de diciembre al 1 de enero trae consigo una enorme tranquilidad. Al menos para quienes prestan atención a las listas de “libros del año” redactadas por críticos, autores o lectores especialmente voraces que desfilan a lo largo de cada diciembre. Listas que ahora, además de copar los suplementos culturales y muchas columnas de opinión, se extienden a las redes sociales en forma de hilos, posts y comentarios a esos hilos y posts. O, en el caso del columnista de este periódico José Antonio Montano, en forma de admirables entradas de blog que rehúyen la jerarquización y animan al debate y a la sana envidia.

El caso es que, en diciembre, todo es hacer balance de lo mucho que vino y lo poco que logramos atrapar. Todo es volver sobre nuestros pasos lectores mientras tratamos de ignorar el severo dictamen de nuestro superego (mira estas listas apretadas y generosas, confiesa que muchos títulos ni siquiera te suenan, comprueba que, un año más, has sido incapaz de organizarte bien, que has vuelto a perder demasiado tiempo en tonterías). Todo el pescado está vendido y ya solo caben ejercicios de contabilidad.

Pero basta cruzar la fina línea que separa un año de otro y la cosa se tranquiliza. La vista desde aquí es amplia y despejada. Ante nuestros ojos se extiende una incertidumbre que, asombrosamente, no trae consigo ninguna ansiedad. Sabemos que a lo largo de este año leeremos unos cuantos libros -probablemente, y pese a nuestras buenas intenciones, en una cantidad idéntica a la del año pasado- pero es imposible saber cuáles. Y se trata de una incertidumbre bastante única. Llegados a cierto punto, todos podemos prever las líneas maestras del año que se abre ante nosotros. Luego la vida se encarga de enviar sus sobresaltos, pero al menos al comienzo no es difícil hacer una topografía aproximada del año laboral, familiar y afectivo que comienza.

Nuestras lecturas del año, por otro lado, se resisten a cualquier predicción. No podemos saber qué libro nos recomendará algún amigo en abril, con qué clásico nos atreveremos de una vez por todas en julio, en qué operación de marketing de alguna de las grandes editoriales picaremos en octubre. Hay una arbitrariedad en el curso que toman nuestras lecturas que no desaparece por mayores que nos hagamos ni por asentados que estemos en nuestras vidas. Una pizca de caos que supone la antesala de una incertidumbre aún mayor: no saber qué harán con nosotros, de qué manera nos cambiarán, esos nuevos libros cuyos títulos aún desconocemos.

En realidad, esta es la perspectiva más intrigante. En El Rastro, Andrés Trapiello hace balance de los muchos libros que ha descubierto gracias al conocido mercadillo madrileño, y señala que “han dicho de nosotros cosas que ignorábamos. Tanto como los hemos visto, nos han mirado ellos”. Así con esos libros que llegarán a nuestras vidas a lo largo del nuevo año, esos que ahora mismo están agazapados en algún recodo del calendario y del azar. Así con ese puñado de personas, vivas y muertas, que nos hablarán en algún momento a través de la letra impresa, y que quizá nos digan cosas que no sabíamos acerca del mundo ni de nosotros mismos. Cosas que también descansan agazapadas en algún lugar de nuestra mente, esperando a 2019 para ser descubiertas.