Punto de inflexión: entre 2000 y 2018, el número de niños africanos matriculados en primaria ha aumentado a más del doble, pasando de 60 millones a 150.

En 1848, las revueltas republicanas contra las monarquías europeas terminaron en fracaso y represión. Se decía que ese año supondría un giro en la historia, pero la historia no consiguió girar hacia ninguna parte.

Casi con toda seguridad, 2018 supondrá un giro similar. El año que vio el proteccionismo de Donald Trump, el expansionismo chino, el renacimiento nacionalista en India y Japón, la construcción del imperio iraní y el oportunismo ruso, todo a la vez, para minar la cooperación internacional que había sustentado los 70 años de orden mundial tras la guerra.

Y entre las víctimas encontramos acuerdos sobre el cambio climático, las armas nucleares y el comercio, y de repente el mundo parece dividido y sin un líder.

Por el momento, y al menos de boquilla, se están siguiendo los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, aprobados de forma global y que establecen ambiciosas fechas límite para acabar con el analfabetismo, las enfermedades evitables, la malnutrición y la pobreza extrema en 2030. Pero existe ahora una creciente evidencia de que, a pesar de los valientes esfuerzos de António Guterres, secretario general de Naciones Unidas, y de su vicesecretaria, Amina J. Mohammed, estos propósitos se ven trastocados por nuestro fracaso colectivo a la hora de llegar a un acuerdo sobre cómo financiarlos.

La vergonzosa realidad es que 260 millones de niños no van a clase

El cuarto Objetivo de Desarrollo Sostenible -educación inclusiva, equitativa y de calidad para todos‒ nos compromete a convertir a nuestra generación, para 2030, en la primera en la historia en enviar a todos los niños al colegio.

Hoy día, la vergonzosa realidad es que 260 millones de niños no van a clase. Entre aquellos que sí lo hacen, un total de 300 millones lo dejarán antes de cumplir 12 años, y más de 800 millones, la mitad de niños y niñas de los países en vías de desarrollo, terminarán la educación secundaria sin una cualificación reconocida por el actual mercado laboral.

Un reciente estudio del Banco Mundial muestra que el matrimonio infantil podría ser cosa del pasado si todas las niñas fueran al colegio. Desgraciadamente, cerca de 230 de los 430 millones de niñas en edad escolar en países con ingresos bajos o medio bajos nunca completarán su educación secundaria, según el Instituto de Estadística de la Unesco. Y el analfabetismo femenino tiene un efecto devastador en la salud de una comunidad, con una mortandad infantil en África mucho más alta entre mujeres sin estudios.

A pesar de la montaña educacional que tenemos que escalar, la ayuda internacional para educación ha caído en la última década desde el 13% a tan solo un 10%. Esos 10 dólares por niño y año ni tan siquiera son suficientes para cubrir el coste de un libro de texto de segunda mano.

Con la tan cacareada colaboración pública-privada que era de esperar, en palabras del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y las Naciones Unidas, convertir "mil millones en billones" es algo que todavía debe materializarse, y mientras la salud mundial y las instituciones educativas de los países desarrollados son bendecidas con destacados filántropos privados, la educación mundial tiene todavía que descubrir al Andrew Carnegie de nuestros días. La inversión de las empresas en educación universal supone una fracción de la inversión en salud universal o en medio ambiente.

Podemos demostrar que la globalización todavía puede funcionar para aquellos que se han quedado atrás

A tan solo 12 años de la fecha límite de 2030 para lograr la educación universal, este es el momento de la verdad. A menos que se produzca un cambio drástico en la política, 200 millones de niños en edad escolar no estarán en clase en 2030. Estarán probablemente en las calles, donde serán presa fácil de extremistas que utilizarán nuestras promesas rotas sobre educación como prueba de que la coexistencia pacífica nunca puede funcionar.

Si no están en las calles, estos millones de jóvenes, sin oportunidades educativas o laborales en sus países, se desplazarán. A menos de que parte de la riqueza mundial pase a África, serán los africanos los que se muevan, cada vez más, hacia la riqueza del mundo, porque millones de potenciales migrantes se convencen a sí mismos de que es mejor ser pobre en un país rico que serlo en uno pobre.

Los 10.000 millones de dólares del Servicio Financiero Internacional para la Educación pueden abrir camino para que las ayudas salgan de este punto muerto. Propuesto por la Comisión de Educación, una iniciativa que yo presido, este fondo se centra en los más de 700 millones de niños que viven en países con ingresos medio-bajos y que incluyen a la inmensa mayoría de refugiados y niños desplazados.

Estos aproximadamente 50 países son demasiado pobres para financiar ellos mismos el coste de la educación universal, pero demasiado ricos para cumplir los requisitos y obtener importantes becas de los bancos multilaterales de desarrollo. Los préstamos disponibles tienen un 4% de interés. Como consecuencia de ello, sólo 350 millones de dólares, o 50 céntimos por niño al año, se destinan a educación en estos países.

Al ofrecer a los países en vías de desarrollo una financiación asequible, el nuevo fondo salvará el profundo abismo existente en el diseño de la ayuda internacional. Se creará a partir de garantías de los países donantes: 2.000 millones de dólares apalancados mediante préstamos en el mercado y convertidos en fondos por valor de 8.000 millones. Y esto bien podría complementarse con 2.000 millones de subvenciones, lo que nos permitiría reducir el interés que se cobra en los préstamos. Convertir una subvención de 2.000 millones de dólares en una ayuda de 8.000 millones de dólares hará que el fondo que ofrecemos llegue cuatro veces más lejos que una ayuda convencional.

A cambio de esta mejora en la financiación internacional, se exigirá a los países en vías de desarrollo que dupliquen su propia inversión en educación, pasando del actual 2-3% a un 4-5% de su renta nacional.

Esto sería suficiente para crear los 200 millones de escuelas necesarias para conseguir finalmente que todos los niños vayan a clase.

Un fondo mundial para la educación en una escala que lo sitúe a la par que el Fondo Mundial de Lucha Contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria, nos ayudaría a cumplir la promesa largamente pospuesta de educación para todos, y cumplir así uno de los Objetivos para el Desarrollo Sostenible peor financiados.

Esto también enviaría un oportuno mensaje al mundo: que incluso en el más insular y proteccionista de los entornos, podemos fomentar la cooperación internacional y demostrar que la globalización todavía puede funcionar para aquellos que se han quedado atrás.

Gordon Brown fue primer ministro británico entre 2007 y 2010. Actualmente, es enviado especial de la ONU para la Educación Mundial. Autor del libro 'My Life, Our Times'. © 2018. The New York Times and Gordon Brown.