Punto de inflexión: China suprime los límites del mandato presidencial.

Primero vemos el rostro. El rostro de Donald Trump en Estados Unidos, o de Viktor Orbán en Hungría, o de Vladimir Putin en Rusia, o de Recep Tayyip Erdogan en Turquía. El rostro de los hombres que desean convertir las democracias en cultos a la personalidad.

El rostro es la marca más antigua de liderazgo, la marca que funcionaba para el clan o la tribu. Si vemos sólo el rostro, no pensamos en política o en políticos, sino que estamos aceptado el nuevo régimen y sus normas. Sin embargo, una democracia gira alrededor de la gente, no de una única persona mitificada.

La gente necesita la verdad, algo que destruye el culto a la personalidad. Las teorías de la democracia, desde los antiguos griegos, pasando por la Ilustración, hasta nuestros días, dan por supuesto que el mundo se rinde al conocimiento; junto a nuestros compatriotas, vamos a la búsqueda de los hechos. Pero en un culto a la personalidad, la verdad es reemplazada por la creencia, y creemos lo que el líder quiere que creamos. El rostro reemplaza a la mente.

La transición de la democracia al culto a la personalidad empieza con un líder dispuesto a mentir continuamente con el fin de desacreditar la verdad como tal. La transición es completa cuando la gente ya no puede distinguir entre la verdad y el sentimiento.

El culto a la personalidad funciona igual en todas partes: descansa sobre la imprecisa noción de que el rostro, de algún modo, representa a la nación. Los cultos a la personalidad nos hacen sentir más que pensar. En concreto, nos hacen sentir que la primera pregunta de la política es "quiénes somos nosotros y quiénes son ellos", en lugar de "cómo es el mundo y qué podemos hacer al respecto". Una vez que aceptamos que la política se trata de "nosotros y ellos", tenemos la sensación de saber quiénes somos "nosotros", puesto que tenemos la sensación de saber quiénes son "ellos". Pero en realidad no sabemos nada, puesto que hemos aceptado el miedo y la angustia (emociones animales) como bases de la política. Nos la han jugado.

Los autoritarios de hoy día cuentan mentiras de tamaño medio. Se refieren a las experiencias de una forma superficial: nos conducen a las profundidades de una caverna de emoción. Si creemos que Barack Obama es un musulmán nacido en África (una mentira estadounidense con apoyo ruso), o que Hillary Clinton es una proxeneta pedófila (una mentira rusa con apoyo estadounidense), no estamos pensando realmente: estamos dejando entrar al miedo físico y sexual.

Turning Points: Global Agenda 2019. The New York Times

Estas mentiras de tamaño medio no son exactamente las grandes mentiras de los totalitarios, aunque los ataques de Orbán contra George Soros, al que acusó de ser líder de una conspiración judía, se parecen bastante. Sin embargo, son los suficientemente grandes para contribuir a inutilizar el mundo factual. Una vez que aceptamos estas mentiras, nos abrimos a creer un montón de otras no-verdades, o al menos a sospechar que hay otras conspiraciones mucho mayores.

Antes, un culto a la personalidad necesitaba monumentos; ahora necesita memes

El rostro del líder se convierte, consecuentemente, en una bandera, un marcador arbitrario del "nosotros" y el "ellos". Internet y las redes sociales nos ayudan a ver a los políticos de esta forma binaria. Creemos que tomamos decisiones cuando nos sentamos delante del ordenador, pero nuestras decisiones están limitadas, de hecho, por algoritmos que descubren aquello que nos mantiene conectados. Nuestra actividad en la red enseña a las máquinas que los estímulos más efectivos son negativos: miedo y angustia. Al convertir las redes sociales en una herramienta política, nosotros mismos nos preparamos para políticos que reproducen el mismo binario: ¿qué nos da miedo y que nos hace sentir seguros?, ¿quiénes son ellos y quiénes somos nosotros?

Antes, un culto a la personalidad necesitaba monumentos; ahora necesita memes. Las redes sociales llenan el imaginario colectivo al igual que las gigantescas estatuas de los tiranos de tiempos pasados llenaban espacios públicos. Pero como bien nos recuerdan esos monumentos, los tiranos siempre mueren. El vacuo postureo heterosexual, la operación de la foto sin camisa, la misoginia y la indiferencia hacia la experiencia femenina o las campañas homófobas están diseñadas para ocultar un hecho fundamental: un culto a la personalidad es estéril, no puede reproducirse. El culto a la personalidad es la adoración de algo temporal. Es, por consiguiente, confusión y, en definitiva, cobardía: el líder no puede asumir el hecho de que morirá y será reemplazado, y los ciudadanos son cómplices de esa ilusión, olvidando que comparten la responsabilidad del futuro.

El culto a la personalidad menoscaba la capacidad de un país para seguir adelante. Cuando aceptamos el culto a la personalidad, no solamente estamos cediendo nuestro derecho a elegir a nuestros líderes, sino que también estamos anestesiando nuestras capacidades y debilitando las instituciones que nos permitirán hacerlo en el futuro. Al alejamos de la democracia, nos olvidamos de su fin: proporcionarnos a todos un futuro. Un culto a la personalidad dice que una persona siempre tiene razón, por lo que, tras su muerte, llega el caos.

La democracia dice que todos cometemos errores, pero que tenemos la oportunidad, cada cierto tiempo, de corregirnos a nosotros mismos. La democracia es la forma valiente de tener un país. El culto a la personalidad es una forma cobarde de destruirlo.

Timothy Snyder es profesor de Historia en la Universidad de Yale y miembro permanente del Instituto de Ciencias Humanas de Viena. También conocido por sus libros 'Tierras de sangre' y 'Sobre la tiranía'. Su título más reciente es 'El camino hacia la no libertad'. © 2018. The New York Times and Timothy Snyder.