Punto de inflexión: un informe del Banco Mundial concluye que más de 143 millones de personas se convertirán en "migrantes climáticos" al huir de las malas cosechas, la escasez de agua y el aumento del nivel del mar.

Cuando cultura y disfrute van de la mano, las comunidades emergen.

Cuando las comunidades se convierten en sociedades, se forma un asentamiento.

En esas realidades habitamos nuestras aspiraciones de estar unidos.

Las ciudades sostenibles son como un bosque: en continuo crecimiento y diversas. En un bosque, cada rama, cada tronco, son únicos, y florecen cada cual a su manera. Y aun así, todo está conectado. Todo en el bosque tiene su función en una sinfonía cósmica. Y la ciudad no es diferente.

La ciudad es también un organismo, estable y fluido a la vez, estático y en constante transformación. Los seres humanos son parte del mecanismo interno de la ciudad, del mismo modo que nuestras células son una parte de nosotros. Las calles hacen de venas, conectándonos a una red de vida similar a la biodiversidad del bosque.

Así que, ¿por qué no vemos nuestras ciudades, nuestros pueblos, nuestras aldeas, como entidades biotecnológicas?, ¿por qué no las planeamos y las construimos de una forma natural que prenda de nuevo el espíritu comunitario, el espíritu de una cultura participativa y positiva?

Veamos el caso de Jaipur, donde gobernaba el maharajá Sawai Jai Sing II, en la India del siglo XVIII. Él concebía la ciudad como un paraíso en la Tierra. Teniendo en cuenta los constantes cambios de clima así como el movimiento del sol, Singh creó una ciudad construida en torno a gremios y agrupaciones de viviendas cooperativas y sostenibles. Y como Jaipur cultivaba el cuerpo, la mente y el espíritu, prosperó social, económica y culturalmente.

Jaipur nos recuerda el antiguo mandala vastu purusha, una filosofía de diseño que pretende crear un entorno equilibrado y saludable. Esta antigua ciencia dio forma a la mayor parte de los asentamientos tradicionales en India, donde tienen lugar actividades estacionales como festivales y ferias. El mandala se adapta a climas y lugares totalmente diferentes y, a cambio, les inspira.

Desgraciadamente, ya hemos olvidado este conmovedor enfoque de la arquitectura y el diseño, y hemos seguido en su lugar los modelos de planificación imperantes, de grandes presupuestos, estructuras a gran escala y comportamientos aislados. Como consecuencia de ello, nuestras moradas se han vuelto fragmentadas y hemos dejado de ver la infraestructura y la vida de la ciudad de una forma integrada.

Cuando visitamos pueblos antiguos, bien tejidos social, económica y culturalmente, nos vemos sorprendidos por un silencio y lentitud inesperados

En vez de construir más megaestructuras que consumen constantemente tiempo, energía y recursos humanos y naturales, ¿no deberíamos seguir una estrategia biológica, más natural a la arquitectura, que fomentara pequeñas pero completas agrupaciones de asentamientos y crear así, quizá, un mundo nuevo?

Tales asentamientos no malgastarían tiempo, energía o recursos naturales. Sus habitantes tendrían habilidades globales y un estilo de vida satisfactorio y adecuado. Y esto, consecuentemente, ayudaría a salvar nuestro planeta de los desastres actuales y de las desigualdades que engendran ansiedad y dudas ante el futuro.

Estos asentamientos más pequeños serían sostenibles y replicables. Estarían llenos de energía y vitalidad, pero no crecerían por encima de un cierto tamaño. Poseerían las mismas virtudes que una red biodiversa.

A menudo, cuando visitamos ciudades y pueblos antiguos, bien tejidos social, económica y culturalmente, nos vemos sorprendidos por un silencio y una lentitud inesperados y extraños. Nuestro deseo de presionar, de tener éxito, de conquistar, disminuye, y pensamos más en cómo la naturaleza nos conecta.

Además de esa quietud, otras medidas estéticas de los asentamientos incluyen gracia, amor, compasión y humildad. Para dar vida a un asentamiento, deben crearse conexiones humildes y sensibles, que motiven a los seres humanos a reunirse, compartir y sentirse como parte de un orden mayor, parte de la Madre Tierra.

Según antiguos textos indios, el sthapati (el arquitecto o proyectista) tiene que ser consciente de los ciclos sostenibles de la naturaleza y seguir las leyes del tiempo y la energía, del mismo modo que lo hace nuestro ecosistema. El sthapati tiene la obligación de integrar este flujo natural en las vidas de los habitantes del asentamiento. Este método de planificación interdependiente facilita las actividades culturales y la integración social. Dicha forma de arquitectura sostenible ofrece a todos los individuos, con independencia de su clase social o credo, la capacidad de conectar con su verdadera naturaleza.

¿No es esa la razón por la que ciertos hogares japoneses cuentan con un pequeño bonsái, para recordarles su conexión con el misterio eterno de la existencia?

Hoy día, aunque estamos conectamos de forma global, estamos perdidos en lo espiritual. Prana -la energía sutil que solo puede sentirse- es el vínculo perdido que, si prendiera, podría revivir el espíritu de la comunidad nuevamente.

¿No podemos poner en práctica estas filosofías de planificación hoy día para crear un entorno de cultura participativa positiva?

Balkrishna Doshi es el ganador del Premio Pritzker, el más prestigioso del mundo de la arquitectura, en 2018. © 2018. The New York Times and Balkrishna Doshi.