Hace poco supimos, gracias a una entrevista concedida al diario El Mundo, que la Premio Nobel Svetlana Alexiévich se ha trasladado a vivir temporalmente a Berlín para someterse a un tratamiento médico, mientras sigue trabajando en los que dice que serán sus dos últimos libros, uno sobre el amor y otro sobre la muerte. Con ellos cerrará una bibliografía de siete títulos, cada uno de ellos ejemplar y extraordinario, logro al alcance de muy pocos escritores. Al leer semejante noticia, sus lectores no podemos sino confiar en el buen hacer de los médicos alemanes, no sólo para que preserven la salud de una mujer excepcional, sino también para ayudarla a mantener las fuerzas y el empuje que necesita para llevar a buen término esos dos proyectos.

Svetlana Alexiévich, posiblemente la más grande escritora viva, y uno de los más rotundos aciertos de ese Premio Nobel que este año no puede darse debido a la brusca implosión de la Academia Sueca, despliega en la entrevista, como en cualquiera de sus intervenciones públicas —damos fe los afortunados que la escuchamos en Madrid, cuando pasó por aquí en mayo de 2016— o en cada una de las páginas que ha dado a la imprenta, una inteligencia y una lucidez apabullantes. Tanto más, cuanto no hace el menor esfuerzo por impresionar a nadie y carece por completo de la tara más común de los creadores, un ego al que andar buscándole siempre una ocasión para el lucimiento.

Es Svetlana Alexiévich una artista insuperable, tanto de la escucha como de la desaparición. Ha logrado ser invisible en sus libros, aunque todos los construya con su característica mirada, certera y poderosa; y ha conformado su voz a partir de las voces oídas, de la palabra de los otros, renunciando al narcisismo del estilo y a la petulancia de la fabulación. Lo que no quiere decir que su prosa no tenga una forma exquisita o que en sus libros la imaginación brille por su ausencia. Más bien ha encontrado una manera nueva de hacer música con la palabra, y un arte para desenterrar, bajo las capas superficiales de la apariencia y la memoria, una realidad alternativa y crucial que necesitaba ser descubierta. Lo hace en su libro sobre Chernóbil, en el que les dedica a las mujeres enviadas por Stalin a la guerra o en el que escribió sobre los quince mil jóvenes devorados por el matadero afgano y devueltos a sus madres en fríos ataúdes de zinc.

Una y otra vez, Svetlana indaga, escucha y a partir de lo que le cuentan compone sinfonías narrativas que no se parecen a ninguna otra cosa y que nadie podría imitar. Encuentra oro en el testimonio de hombres y mujeres —sobre todo mujeres, las más a menudo reducidas al silencio— que han vivido durante décadas sin que nadie se acercara a preguntarles, y que sueltan sentencias dignas de ser esculpidas en mármol. "Intento atrapar la vida", dice, a modo de resumen. Y, en la senda de Stendhal, recalca que el narrador se debe a la búsqueda de esos detalles inesperados que rezuman la verdad que no tienen los cuentos amañados y demás mixtificaciones de común circulación.

Si no han leído nada de ella, ya están tardando.