Las mujeres, ya se sabe, acabamos teniendo la culpa de todo: qué le vamos a hacer, somos demoníacas como las hembras pelirrojas de los cuadros de Edvard Munch. Esta semana se nos ha echado el muerto -o mejor, el no nato- del envejecimiento demográfico, porque resulta que en el primer semestre de 2018 han nacido sólo 179.794 bebés, la cifra más baja desde 1941. La noticia me pilla haciéndome las uñas. Ahora dicen los mentideros que se nos ha ido la olla incorporándonos al mundo laboral y que, además, vamos un poco ligeritas de cascos dejándonos la yema del dedo en Tinder, sin tener claro ya -en las diminutas fotos de perfil que sustentan el mercado de la carne- quién carajo es el macho dominante en ese huerto digital. Nos estamos riendo de la biología y de la tradición: vaya gamberras. 

La maternidad ya no es un asunto personal sino una cuestión de Estado, una exigencia patriótica. Qué estrés, con la semana que llevo. Lo mismo saco hasta la bandera al balcón para prevenir la mirada inquisidora de los exaltados de la nación. Parece que estoy fallando a mi deber primero como española: parir para sostener el Bienestar de todos los ciudadanos -ese pensamiento me perseguirá hasta la última copa del after-. Hablo con mis amigas y algunas, que sí desean tener hijos, me cuentan sus razones para postergar el momento, o tal vez para no encontrarlo nunca. Las fundamentales -y más hirientes- son la precariedad, la inestabilidad laboral y la ficción de la conciliación. La renuncia asimétrica.

Las abrazo y las entiendo. Fuera cae el chaparrón: hoy la indignación popular les pide que se conviertan en superheroínas, pero la indignación popular no da el pecho a deshora, no recoge al crío del colegio, no tiene ojeras, y facturas, y tintes, y fiestas de cumpleaños que organizar. La indignación popular sólo aparece -como el juicio rápido y silente de un viejo conocido que te encuentras por la calle y te mira de arriba a abajo- para exigirte ser una madre abnegada, una profesional competente y, por favor, una tía buena, porque si no cae un “ay, se ha dejado mucho, ¿has visto cómo se ha puesto? Tendrá al marido aburrido”. Sencillamente abyecto. 

Siempre habrá alguien que diga a las espaldas de una mujer que no cumple alguno de los requisitos. Siempre habrá algún estúpido -ojo, o estúpida- que crea que no tiene derecho a elegir su propia forma de vivir, asumiendo sólo los puntos que ella desee. Da igual cuál o cuáles sean: acabará el día exhausta

Pero hay algo más: la reprobación agresiva hacia las mujeres que decimos que no tenemos hijos, no los buscamos y ni siquiera soñamos con ellos a largo plazo. Para la sociedad sólo hay algo peor que una madre imperfecta: una no-madre. Nuestra identidad y nuestro valor han quedado peligrosamente cercados por el evento del parto. Se nos llamará egoístas -como si no existieran más formas, además del cuidado al hijo, de ser generosas-. Se nos llamará ambiciosas -ya saben ustedes que este adjetivo, si está dirigido a una mujer, lleva marca de uso peyorativa-. Se nos llamará díscolas. Individualistas. Intrascendentes. Líquidas, como decía Bauman. A la postre, y ya como insulto, se nos llamará feministas -de nuevo: como si no se pudiese ser feminista eligiendo dedicar la vida a los hijos-.

Quizá me entraría algo de avidez -¡o no!- si la maternidad fuera, socialmente, otra cosa. Si no ahogase. Si no nos hiciese sacrificar tanto aquí a este lado, y tan poco al otro. Si no minase los viejos sueños. Si no llenase de reproches. Si no golpease al yo sexual -tristemente, esto pasa todavía a ojos de muchos hombres-. Si no desmembrase lo que una es -igual que no quiero dejar de llamarme Lorena Gómez Maldonado para ser “la esposa de”, tampoco quiero perder mi nombre para ser “la madre de”, como sucedía en Fedra-. Si no me diese tanto y tan terrible miedo amar a alguien que me dolería siempre, que me llenaría -incondicionalmente- de ternura, de angustias y riesgos.

Muchas no queremos ser madres: y menos aún así, bajo estos precios, pagando con la propia vida. Ah, y no con estos caballeros. Me lo dice una colega por Whatsapp y me hace sonreír, con maldad, al principio: “Pero, ¿tú estás viendo los hombres que tenemos al lado?”. Después llega cierta amargura: “A mí me haría falta un muy buen compañero, alguien que me hiciera sentir libre y mujer, para ser madre. Que comprendiera lo que es, lo que da y todo lo que quita”, me escribe -a ver si la responsabilidad demográfica no va a ser sólo nuestra, campeones-. No, gracias. Ya hubo muchas mártires. Nosotras no tenemos ganas ni vamos a pedir perdón por ello. Ah, y estamos preparadas para la afrenta: llevaremos puestas las réplicas calientes en la cena de Navidad. Otra vez será, España.