Por supuesto que el Gobierno de Pedro Sánchez debe renunciar a celebrar el Consejo de Ministros del próximo 21 de diciembre en Barcelona. Porque es precisamente ese ingrediente, el de la presencia del Gobierno español en la Llotja de Mar, en un día y a una hora concreta, protegido por unos pocos cientos de guardias civiles y policías nacionales con una misión imposible a cuestas –la de soplar la sopa de la violencia nacionalista al mismo tiempo que la sorbe–, el que le falta al nacionalismo para cocer su particular Big Bang de la Nueva República

Las piezas ya han sido colocadas sobre el tablero de juego. Los peones (los CDR y sus GAAR), las torres (los Mossos d'Esquadra), los alfiles (los políticos en prisión), los caballos (TV3 y el resto de medios privados catalanes a sueldo de la Generalidad), la reina (Quim Torra) y el rey (Carles Puigdemont). Es tan luminoso el neón que señala el peligro, tan evidente el sendero de migas que conduce a la ratonera, que sólo un necio alfa y su corte de necios beta se apresurarían a reunirse en Barcelona sin un mínimo control de los acontecimientos. A la espera, ya ven, de que la suerte haga el resto para que el muerto que con tanto ahínco busca el nacionalismo no haga su debut estelar ese día. 

El nacionalismo ya ha hecho su parte. Los Mossos d'Esquadra, cuya inacción será clave el día 21, han sido llevados al límite de la paciencia durante las últimas semanas. Primero se les dejó a los pies de los caballos frente a la violencia de los CDR. A las puertas del Parlamento, en Barcelona, en Tarrasa, en Gerona, en la AP-7, en los peajes. "Aguantad, no carguéis", les dijeron, convirtiéndolos en monos de feria destinados a la diversión de los CDR. Y ellos aguantaron insultos, escupitajos, hostias, vallazos, palos, harina, pintura de colores, mierda, piedras y polvo. Algunos lo hicieron por vicio. Es decir por la futura república. Otros, los demócratas, por cojones

Después se les amenazó con una purga. "No me temblará el pulso a la hora de echar a agentes de la BRIMO", dijo el pasado viernes el exportero de discoteca que controla hoy una fuerza de 17.000 hombres armados. 17.000 hombres a la espera de las armas de guerra que para ellos quiere la Generalidad y de cuya lealtad a la Constitución es legítimo dudar. Tan legítimo que, por dudar, duda hasta el Gobierno de Pedro Sánchez. Ese cuya especialidad consiste en creerse a dos carrillos todas las mentiras que brotan de los púlpitos y las prisiones del noreste español

Más leña. El miércoles, cientos de mossos se manifestaron en Barcelona, vestidos de negro, para pedir la devolución de las pagas extra de 2013 y 2014. Los mossos cortaron la Gran Vía –en Barcelona ya es más difícil encontrar a un vecino que no la haya bloqueado que dar con uno que lo haya hecho un par de docenas de veces– y la CUP, en una sicalíptica inversión del orden habitual de las cosas en Cataluña, protestó por la protesta.

Es esa Cataluña en la que los presos pasan revista a los funcionarios de prisiones, en la que los antisistema piden mano dura a la Policía contra la Policía y en la que el Gobierno regional se siente legitimado para exigir la derogación de la norma legal de la que ese mismo Gobierno regional extrae su legitimidad para exigir dicha derogación. Habrá que empezar a utilizar el término "comunidad bananera" para referirse a Cataluña. 

Como es obvio, la renuncia del Gobierno a celebrar el Consejo de Ministros del día 21 en Barcelona no puede quedar sin castigo para la Generalidad. Tampoco para unos Mossos d'Esquadra incapaces de garantizar, no ya la seguridad del presidente del Gobierno y sus ministros, sino la simple circulación en una sencilla carretera bloqueada por dos docenas escasas de adolescentes. La disolución de los Mossos d'Esquadra, tras un periodo de transición en el que su mando sería asumido por cargos de la Policía Nacional, es innegociable. La devolución al Estado de todas las competencias en materia de seguridad pública en Cataluña, también. 

Lo que no se puede hacer, en ningún caso, es lo que va a hacer el Gobierno de Pedro Sánchez. Presentarse en Barcelona, obligado por el auge de Vox, para escenificar una firmeza fofa que le pone en bandeja al nacionalismo la última pieza necesaria para su Frankenstein de la República. Menos Consejitos de Ministros inútiles en el centro neurálgico de la comunidad rebelde y más política de Estado. Menos selfie y más leña, en resumen.