Cuatro líneas y un par de titulares. Apenas nada si lo comparamos con el golpe de Estado que no cesa o con las dietas proteicas de los presos vip de Lledoners. La agenda informativa, ya saben. 

Pero demasiadas veces esa agenda no coincide con lo importante o simplemente orilla lo esencial. Y esta semana lo ha sido la conferencia de Marrakech en la que se ha aprobado el 'Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular', de la que quizás hayan sólo oído mencionar a los países que se han negado a firmarlo, y poco más. Y eso que hablamos de establecer pautas sobre un fenómeno que lleva cambiando en los últimos decenios la realidad geopolítica mundial y que va a condicionar todavía más los cimientos de la sociedad, de la economía y de la política, en lo que resta de siglo.  

Cierto que no es un pacto que obligue legalmente a los países firmantes y que por tanto, aparentemente, no limita su soberanía. Pero hay algo llamado en inglés soft law y que en español puede traducirse como “legislación por la puerta de atrás” que ofrece menos garantías y mucha menor transparencia y cuyo resultado acaba siendo el mismo: esa ley nacional a la que se llega porque un día, en un foro internacional se suscribió un pacto que a todos los efectos, obliga a reacondicionar, a partir de los objetivos suscritos, la legislación vigente. Y eso, sin en el menor debate y a pesar de la importancia presente y futura de lo firmado.

Imposible abordar el análisis del Pacto en esta columna. Sus 23 objetivos y 39 folios, exigen mucha más profundidad de la que puedo ofrecer en estas líneas. Sólo les diré que sorprenden sus planteamientos, que uno podría pensar que están llenos de buenísima voluntad, de no ser porque se han redactado desde un organismo –la ONU– que conoce y admite que el 60% de la inmigración no se produce de sur a norte, sino entre los países del sur, y que si hablamos de la más cercana a Europa –la africana, y en concreto la subsahariana – a pesar de lo que pueda parecernos, sus movimientos migratorios ocurren, en su mayoría, entre los países al sur del Sahel, muchos de ellos poco más que estados fallidos.

A la luz de esta realidad, y teniendo en cuenta de qué países hablamos, cuesta creer que no se sepa que probablemente para ese 60%, ese listado de buenas intenciones no sea más que papel mojado. Pero no así para el 40% restante. Ese norte que sí se sentirá obligado a dar cumplimiento al pacto.    

Por ejemplo podríamos hablar del objetivo 16 en el que bajo el título: 'Empoderar a los migrantes y las sociedades para lograr la plena inclusión y la cohesión social' se propone “promover el respeto mutuo de las culturas, tradiciones y costumbres de las comunidades de destino y de los migrantes fomentando la aceptación de la diversidad” 

Y cómo no “empoderar a las mujeres migrantes” en temas como el empleo, el acceso a los servicios básicos y, de nuevo, la “aceptación de la diversidad”.  

Aparentemente nada que decir, de no ser porque en España –y en parte de Europa–llevamos el suficiente tiempo como receptores de inmigrantes, como para conocer algunos de los riesgos de esos propósitos, loables y necesarios para otros países, pero no para aquellos en los que el multiculturalismo que los sustenta se ha revelado como un fracaso. Mucho más, si hablamos, de esas mujeres a las que la “aceptación de la diversidad” por parte de los países receptores, las convierte, en muchos casos, en ciudadanas de segunda. 

Hace poco más de una semana, en Alicante, era una chica de 17 años, española, hija de padres marroquíes, la que conseguía salvarse in extremis, de un matrimonio forzado y concertado por sus padres en Marruecos. 

En Vilanova i la Geltrú, el matrimonio forzado de otra joven, esta vez de 19 años, nacida en España pero de padres marroquíes, fue evitado por los Mossos d’Esquadra. Otra, en Barcelona, de sólo 13 años, se despedía de su profesor porque se iba de viaje para casarse

Historias como esas –más de 200 matrimonios forzados impedidos en los últimos años en Cataluña–, no son más que la punta del iceberg de una realidad con la que convivimos con demasiada naturalidad: niñas que abandonan la escuela y no por su voluntad, que no pueden relacionarse con normalidad con sus amigos; niñas de las que ignoramos si cubren su cabeza porque son forzadas a ello, jóvenes esposas que llegan de su país sin saber español y recluidas en sus casas dependen de sus parientes varones, sus tutores, de hecho. Tantas historias en las que el respeto a la diversidad se traduce en la falta de derechos de esas mujeres y niñas “a empoderar”

Quizás no sea lo más importante, pero añado que las que deberían denunciar esas situaciones, si tienen que elegir entre el feminismo y el multiculturalismo, se quedan, sin dudarlo, con lo último.