Después de acertar a evitarlo durante décadas -también los últimos años, mientras todos nuestros vecinos lo padecían- al final hemos acabado sufriendo nuestro percance. Una fuerza abiertamente xenófoba, a contracorriente de los ideales y los principios en que se ha asentado hasta aquí nuestro sistema democrático -para entendernos, un partido situado sin ningún complejo en la ultraderecha-, ha obtenido una representación parlamentaria nada desdeñable y se perfila como decisor de la gobernabilidad de una de nuestras comunidades autónomas. No una cualquiera, sino justamente la más poblada de todas.

Como todos los percances, puede y debe lamentarse, y en eso estamos la mayoría de quienes lo constatamos, sobre todo aquellos que solíamos apreciar como una fortaleza de nuestro país el no conceder espacio político a estos solucionadores de problemas, expertos en asignarlos a una suerte de muñecos de vudú -los inmigrantes, las autonomías, las feministas- sobre los que clavan sus alfileres que todo lo han de sanar por arte de encantamiento. Y como todos los percances, también, y esto es más importante, lo que ahora toca es afrontarlo y procurar que cause el menor destrozo posible de lo levantado hasta aquí.

Habría que anotar, para no despistarnos, que este no es el primer percance que en los últimos tiempos sufre la democracia que los españoles quisimos darnos e intentamos, mejor o peor, mantener y desarrollar. Viene precedido, y en parte provocado, por otro de gran calibre: la aventura de quienes hace poco más de un año pasaron por encima de la ley y los derechos de sus conciudadanos con el afán de proclamar una república en la que los principios constitucionales, producto del consenso, cederían ante una construcción fantasmagórica y anómala, sin división de poderes ni atisbo alguno de equidad o derecho. Frente a esa perturbación, funcionaron los mecanismos del Estado y los votos que la sustentaron han acabado por unirse a otros para formar un gobierno de la nación que acata el imperio de las leyes.

Igual que el voto independentista fue legítimo para formar esa mayoría, lo es ahora el de la ultraderecha para cuajar otra en Andalucía, por poco o nada que nos guste. La defensa de sus objetivos, incluso inconstitucionales, está, como la de los que quieren la independencia, amparada por nuestra Constitución, siempre y cuando discurra por el cauce de las instituciones y las leyes y no atente contra derechos y libertades fundamentales. No se trata tanto de empeñarse en que esos 400.000 andaluces no tienen derecho a que sus votos cuenten como del hecho de que resultan insuficientes, como lo eran los de los independentistas, para derogarnos y cambiarnos las reglas del juego a todos.

Si quien eche mano de ellos para gobernar les otorga esa victoria, su legitimidad -a la vez que su sensatez- quedará en entredicho. Los que no votaron el pasado domingo verán a una luz mucho más alarmante el efecto de su inhibición. Y quienes con sus excesos han ayudado a que el mensaje de la represalia prospere tienen una excelente ocasión para reflexionar sobre la conveniencia de medir los propios actos. ¿La aprovecharán?