En el mundo de la política sorprende, en este asombroso país nuestro, casi todo, pero especialmente la manera en la que los políticos creen entender a los ciudadanos, a los que les votan y a los que no. El mensaje que acaba llegándoles carece de toda ecuanimidad; parece que hayan legitimado la opción de captar, exclusivamente, eso que les conviene leer. ¿Serán así de torpes nuestros políticos, o serán así de intolerantes e incongruentes con las enseñanzas que en realidad dejan las urnas?

Tras el tsunami andaluz, que lo arrasó todo menos a Ciudadanos, y que lo hundió todo menos a Vox, que lo emergió, Susana Díaz pretende seguir gobernando. Como si no hubiera logrado para su partido el dudoso honor de cosechar el peor registro de la historia en unas elecciones andaluzas.

Es verdad, también, que la formación de Rivera aspira a gobernar a pesar de tener dos fuerzas políticas con mayor apoyo, pero no es menos cierto que, de los cuatro grandes partidos, el único que sube, y con contundencia, es el suyo. Aunque procede tenerlas muy en cuenta, por supuesto, no son las tendencias las que establecen gobiernos. Eso, con solo recordar la experiencia de Arrimadas en Cataluña, debería saberlo ya.

Aunque Casado se arrogue el éxito de conseguir echar al PSOE del gobierno en Andalucía tras 36 años ininterrumpidos, esa realidad se la debe más a los deméritos y la corrupción socialistas y al aliento negativo del inquilino de la Moncloa, que a la confianza depositada en el candidato Moreno que, por supuesto, también se ha visto deteriorada con claridad, por mucho que quiera teñir de victoria histórica los resultados del pasado domingo.

La lectura de Iglesias -¿no habrá pensado Pablo en una profesión más adecuada a sus habilidades, quizá sobre el escenario de un teatro?- sin duda resulta aún más lamentable que dramática, y esto último lo fue mucho: “alerta antifascista”. Casi era aún más trágico que su discurso su rostro desencajado, que mostraba a un individuo incapaz de comprender lo que estaba sucediendo, como si odiara hasta límites insospechados unos resultados electorales que manaban del mismo lugar que él, supuestamente, tanto adora: la participación democrática.

Pero qué malos demócratas son los que se resisten a aceptar las normas del juego, como si los votos coincidentes con sus ideas fuera válidos, y los otros tan inmorales como inaceptables. E infames son quienes animan a salir a la calle a luchar contra, precisamente, esos que votan exactamente lo que les da la gana. 

Resultan incomprensibles las protestas contra los votantes de Vox, como lo serían igualmente las que hubiera contra los votantes de Podemos o cualquier otra formación política que participa en democracia. Pueden no gustar a muchos ciudadanos pero, ¿no están acaso en su legítimo derecho los que proponen esas ideas igual que quienes las votan? ¿No es ese concepto, precisamente, el que convierte en hermosa la idea misma de la democracia?

Precisamente ahora que nuestra Constitución cumple sus cuatro primeras décadas conviene recalcar que hace falta más democracia, y no menos; más cultura y más educación, y no menos; más respeto al rival político y a las normas de convivencia, y mayor y mejor defensa de la vida democrática, y no menos, si queremos avanzar hacia la prosperidad que la mayoría reivindicamos para nuestro país.