Unos segundos antes de que los soldados lo molieran a palos, dejándolo al borde de la muerte, Szmulek confesó, por fin, que sí, que era judío. Hacía pocos minutos que había entrado, como otras veces, en el recinto donde se reunían los militares alemanes para descansar. Allí, hincaba las rodillas en el suelo y, con su trapo y su propia saliva, limpiaba las botas de los soldados, llenas de barro y polvo. Cuando había suerte, los militares, además de darle puntapiés, de empujarlo y de reírse de él, como de los otros niños polacos, también le tiraban migajas de pan al suelo. Esa era su anhelada recompensa. Para alguien con hambre permanente en el otoño polaco de 1942, no era una menor. 

Szmulek sabía, tal y como sus padres le habían advertido, que no debía usar el hebreo nunca, solo la lengua polaca. Y que si alguien decía “Juden”, él debía escupir como si le diera asco. Aquel día, las botas de uno de los soldados estaban especialmente sucias; el hombre primero escudriñó a Szmulek mientras este hacía su trabajo, y luego lo cogió del pelo y lo levantó en el aire preguntándole al mismo tiempo con toda hostilidad: “¿Juden?, ¿Juden?” El niño no podía hablar, pero intentaba negar con la cabeza, y hacía el signo de la cruz con la mano. Pero el soldado no le creía. 

Entonces se acercó alguien desde atrás y, en hebreo, con una voz suave, le preguntó: 

“¿A que no, chico, a que no eres judío?” Szmulek supo que había cometido la mayor equivocación de su vida en cuanto empezó a contestar, porque aunque negaba que era judío… lo hacía en hebreo.

Los militares se enfurecieron, los desnudaron y comprobaron que estaba circuncidado. Y fue entonces cuando ya le dio igual: “sí, soy judío”. Ya lo estaban matando, casi, entre varios, y él quería que aquello acabara cuanto antes. Szmulek tenía entonces 9 años.

Su equivocación lingüística le valió, además de la brutal paliza, una plaza en un campo de concentración. Contra todo pronóstico, y contra toda lógica, el niño sobrevivió a ese y a otros nueve campos nazis.

Szmulek, ahora Steve, cuenta su trágica historia en Sobrevivir (Kailas, 2018), porque teme que la gente olvide lo que sucedió hace tan solo unas décadas. En una Europa en la que los nacionalismos parecen resurgir peligrosamente, resulta más necesario que nunca recordar adónde conducen la ignorancia y la majadería de algunos pueblos, y de algunos gobernantes, al sentirse superiores a otros.

A sus 92 años, Steve Ross aún difícilmente puede escapar de los recuerdos de cinco años de humillaciones, hambre y miserias que los demás solo en un ejercicio extremadamente laborioso podríamos imaginar. 

En su libro, relata muchas de esas penurias, pero también expone cómo encontró esperanza en Auschwitz, un tenebroso lugar que dejaba muy poco espacio, tal vez ninguno, para sentirse esperanzado. 

La memoria de este ser excepcional es tan valiosa, y tan fascinante, que nadie debería dejar de leerla; tan dramática, que resulta imprescindible recordar que no es en absoluto imposible que aquellos tiempos oscuros tan vigentes en la cabeza de Ross, o del niño Szmulek, pudieran regresar.