En el despacho del muerto, a la pluma todavía le queda tinta. El teléfono del motorista inerte sigue sonando. Hasta el suicida dejó una novela a medio escribir. Basta con escoger un final al azar. En los lugares donde el fallecido esparció su rutina pueden encontrarse decenas de pruebas: el adiós, aunque lo prologue la peor de las enfermedades, se abalanza por sorpresa. También ocurre al revés. La muerte ni siquiera puede prepararse. Ahí está la carta que legó Baudelaire como guinda a las puñaladas que se dio, pero que no le mataron.

El humano sufre el oscuro anhelo de la trascendencia. Desde el cordón umbilical hasta que lo cubre la tierra. Desde los primeros castillos de arena hasta la firma del testamento. Racionalmente convencidos de que no hay vuelta de hoja, dejamos la herencia a buen recaudo como si luego fuéramos a verla desde arriba, desde abajo o desde vete a saber dónde.

“Muertos todos somos iguales”, le escuché decir a un sacerdote. Quizá lo expresara porque es la única prueba científica y religiosa al mismo tiempo. El final, irremediablemente comunista-cristiano, barre de un soplido las diferencias raciales y patrimoniales. Pero eso no es suficiente para convencernos. Las vidas están martirizadas por esa obsesión de trascender, que también es transversal. La voluntad contra la evidencia.

El fontanero, el albañil, el político, el escritor, el empresario, el panadero… ¡Incluso el rentista! Todos ellos reconocen como la mayor de las satisfacciones sentarse y contemplar la “cosa hecha”: una tubería arreglada, los azulejos cambiados, el texto acabado, los billetes en la caja fuerte y el pan recién hecho.

La lucha por la vida, a diferencia de casi todo, no entiende de clases. Consiste en amoldar las circunstancias al objetivo mentado: disponer del espacio y los recursos suficientes para la creación. Irse sin dejar huella es la peor de las torturas. En la mujer y en el hombre siempre anida el miedo a su inutilidad.

El otro día escuché la historia de una mujer, años treinta del siglo pasado, que apenas podía salir de casa. Cosía compulsivamente. Hacía del hilo vestidos para los nietos que le nacían. También estuve en una casa en la que un hombre de bigote fino y casaca militar posaba en una foto diminuta. Colgaba de una estantería. “No sabemos quién es, pero como estaba en el salón de mi madre lo hemos ido heredando”. La providencia echó un cable a ese señor, que probablemente nunca se haya enterado. Por eso los anticuarios y chamarileros que venden objetos y retratos perdidos son vigilantes de una especie de río Aqueronte, que no aloja más que almas en tránsito.

Los periódicos en general y los obituarios en particular son lugares hostiles porque sólo contribuyen a la trascendencia de lo que la opinión pública entiende como “famosos”. Un cajón de sastre en el que entra casi todo. Una pequeña urna en la que no cabe casi nadie. Todo el que muere ha logrado su misión, que ha cristalizado, mejor o peor, en “alguna cosa hecha”. Están ahí, cerca del muerto. Frías, sin dueño, a la espera de que alguien garantice su perpetuidad. La pluma, el teléfono, la novela a medio escribir.