El centenario del fin de la Primera Guerra Mundial ha estado marcado por las admoniciones: nunca debemos olvidar las lecciones de aquella catástrofe. Ese fue el tono que Macron buscó imprimir a las celebraciones de este fin de semana, con el trasfondo del auge nacionalista en distintos rincones de Europa. Pero creo que, en líneas generales, podemos ser optimistas: seguimos viviendo en una cultura profunda y afortunadamente traumatizada por la Primera Guerra Mundial. Esto no se ve tanto en la situación actual del nacionalismo (ideología por otro lado tan proteica, y que se ha mostrado capaz de adaptarse a cualquier encrucijada histórica) como en el descrédito de la guerra como ambición colectiva e individual.

No parece un legado menor de la Gran Guerra el que, hoy en día, no haya un solo líder en Europa que sostenga que nuestros problemas se resolverían invadiendo al vecino, y asesinando a cualquier tardoadolescente con uniforme que intentara detenernos. Puede que solo una minoría de europeos haya leído al poeta de las trincheras Wilfred Owen, pero parecen mayoría quienes comparten el antibelicismo de su poema “Dulce et decorum est”. Que sigamos siendo tolerantes con las guerras cuando nos pillan lejos, que permanezcan rescoldos belicistas en la periferia de nuestro continente, o que la violencia de nuestros tiempos sea la de las células terroristas en vez de la de los batallones militares, no deja de parecer el vacío terrible de un vaso medio lleno.

También se podrá señalar, y con razón, que la Humanidad tiende a la desmemoria, y que veinte años después de aquel presunto trauma los europeos se lanzaban de nuevo a la guerra, o que el nacionalismo militarizado siguió causando estragos en los Balcanes (es decir, en el mismo lugar que en 1914 hizo estallar Europa) hasta el mismo umbral del siglo XXI. Pero también parece significativo que los nazis, en su criminal búsqueda de una nueva guerra, considerasen de primera importancia prohibir Sin novedad en el frente, y que hoy en día sea este texto y no cualquiera de los que escribieron sus impugnadores el que se enseña en colegios de todo el mundo. Como también debemos valorar que uno de los elementos de estabilización en los Balcanes (pese a todas las limitaciones que describe Borja Lasheras en su estupendo Bosnia en el limbo) haya terminado siendo la Unión Europea, ese edificio construido sobre los escombros de las guerras mundiales.

Junto a la admonición, por tanto, hay espacio para otras sensaciones: fascinación, horror, gratitud, culpabilidad. Cuatro años de conmemoraciones nos han servido para conocer mejor la diversidad de tramas que contuvo aquella guerra. Incluso una diminuta esquina de la misma, como fue la colaboración de muchos escritores españoles con los servicios de propaganda de las naciones combatientes, abarca tantas personas y tantas dinámicas como para merecer años de estudio. Fascinación que no atempera el horror que produce asomarnos a esa máquina de sufrimiento que fue la guerra de trincheras; el ponerse en el lugar de quienes escribían esos diarios devastadores, o en el de quienes tuvieron que vivir el resto de sus vidas con el recuerdo cercenado de sus padres, sus hermanos o sus hijos.

De ahí, también, la gratitud: la conciencia de nuestra superlativa fortuna al haber venido al mundo en una época mejor, en la que nuestro horizonte vital no ha sido marcado por una llamada a filas. En una guerra como aquella, y con semejante onda expansiva, casi parece que los únicos y verdaderos supervivientes fueron quienes nacieron lo suficientemente tarde como para que no les afectase ninguno de sus zarpazos. Qué suerte tan grande y, al mismo tiempo, tan increíblemente injusta; no para nosotros, sino para esos millones de personas que no la tuvieron. Por qué vosotros no, nos preguntamos hoy al pasar junto a las placas que los recuerdan. Por qué vosotros no

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