“Derecho a morir en libertad”, “incorporar un nuevo derecho y avanzar en la consolidación de los derechos y libertades civiles”. Toda la farfolla dialéctica necesaria para justificar la aprobación de una ley de despenalización de la eutanasia, y la criminalización del que, parándose a reflexionar sobre el tema y yendo más allá de los argumentos sentimentales  se atreva a disentir. 

Porque ante los mal llamados nuevos derechos, esos que se van consolidando tras la aprobación de las leyes que los consagran como práctica social que nadie se cuestiona, es de mal gusto mencionar la letra pequeña, las consecuencias que ya se conocen por su práctica en otros países y, mucho menos, aventurarse a predecir esa sociedad deshumanizada a la que la progresía parece tener tanta afición.  

Porque ¿quién, cuando alguien utiliza el argumento de la dolorosa agonía de un familiar, puede negarse a que una ley permita que se suicide? O ante la perspectiva de una vida de discapacidad carente, por tanto, de sentido ¿quién puede oponerse a que quien la vive le ponga fin? Quizás los que no pensamos que haya personas descartables, quienes creemos que la dignidad del ser humano no reside en sus circunstancias y que toda vida merece ser vivida, hasta que se acaba. 

Ciertamente, alargarla innecesariamente es cruel y no debe existir nunca encarnizamiento terapéutico, pero para eso están las leyes de muerte digna –ya aprobadas en la mayoría de las comunidades autónomas- y sobre todo, los cuidados paliativos, una alternativa bastante más “digna”  y sobre todo, más humana, para el enfermo y para sus familiares, que el suicidio. Así que la primera  pregunta es, porqué en lugar de invertir en esos cuidados, se prefiere ofrecer a quien sufre  “la conquista social” de quitarse la vida

Quienes padezcan una enfermedad grave e incurable, una discapacidad severa o tengan una “altísima dependencia” de otras personas, esas son las que podrán ser ayudadas a morir. Deberán solicitarlo por escrito, pero si se encuentran impedidos, otro –mayor de edad y capaz– podrá hacerlo por ellas.  

Y eso nos sitúa ante una segunda cuestión. Vivimos en una sociedad en la que se tolera mal el sufrimiento, –no sólo el propio, que sería lo lógico, sino también el ajeno– y también la dependencia, la discapacidad o la enfermedad. Los partidarios de la eutanasia se fundamentan en este tipo de sociedad para sostener indisimuladamente que existen vidas descartables, indignas de ser vividas por tanto, y que pueden finalizarse por la voluntad del individuo y, quién sabe si más adelante, por la de terceros interesados en ponerle fin, justificándose en esa misma “indignidad”.  

Es cierto que el Proyecto de ley socialista prevé la existencia de controles “estrictos”. Pero la experiencia de países como Bélgica u Holanda, donde hace años que estas leyes están activas, nos dice que esos controles no son más que papel mojado. A la postre se da lo que se denomina “pendiente resbaladiza”, de manera que se empieza con la eutanasia con casos muy específicos y se acaba ampliando a personas con depresión, adicciones, enfermedades mentales e incluso a quienes no la han solicitado. Eso es lo que denuncian incluso los que fueron los padres de estas leyes, como el psiquiatra belga  Bowdevijn Chabot, horrorizado ante el abuso resultante de las leyes de eutanasia

Pero además, la relación de confianza del paciente con el médico que no sólo cura, sino también mata, se resiente y al mismo tiempo se da a los médicos un poder sin precedentes. Entre los servicios de la Sanidad pública, la eutanasia desplaza a los cuidados paliativos. Puede haber personas que mueran por un diagnóstico o un pronóstico de esperanza de vida equivocado. La pérdida de autonomía personal –esa a la que se ven abocados ancianos y discapacitados– es un motivo que ya se da con más frecuencia que el dolor físico en algunos lugares. Esas son algunas de las consecuencias que ya se conocen en los países en los que se han aprobado estas leyes. Podemos ignorarlas y dejarnos llevar por el argumento de una mal entendida compasión. Pero eso no cambiará que legalizar la eutanasia no es un logro sino un fracaso.