Ha declarado esta semana Tejerina que “en Andalucía, lo que sabe un niño de diez años es lo que sabe un niño de ocho en Castilla y León”, y lo señala, supuestamente, basándose en las pruebas TIMMS y PIRLS, que son el equivalente en primaria al informe PISA: éstas indican que existe una brecha de dos cursos en Matemáticas y Ciencias entre Andalucía y Castilla y León. El problema es que la política del PP ha puesto el foco en la inteligencia de los críos del sur en vez de en las desigualdades educativas y económicas por regiones. Ah: esas pruebas no miden los conocimientos totales de los chavales, sino sus competencias académicas. 

Una gestión deficiente del Gobierno de Susana Díaz tiene que ver con esta situación -y, por supuesto, un muy buen trabajo por parte de la escuela castellanoleonesa, al nivel de excelencia de Singapur-, pero no se pueden obviar las realidades sociales de las que se parte. Es el parné -otra vez-: los datos apuntan a que un niño empobrecido de Andalucía lo tiene mucho más complicado para sacar buenas notas que el niño más paupérrimo de Castilla y León. Hay algo aún más triste que la propia escasez y es la culpabilización de esa pobreza, una tendencia ibérica del todo capitalista: “Algo habrá hecho mal el pobre; no habrá trabajado lo suficiente; se lo tendrá merecido, por vago, por parásito”. España es un país aporofóbico -lean el ensayo de la filósofa Adela Cortina-, y para no reconocer sus propias grietas prefiere desactivar al necesitado echándole más tierra encima, responsabilizándole de su desgracia.

En ese deje ha caído Tejerina, seguro sin pretenderlo: ella quería hostiar a los socialistas, pero su manera de formular la frase ha acabado humillando a los niños que viven en una de las regiones más pobres de la UE. El subconsciente.

Para más inri, el estigma social del andaluz, una losa de la que esta malagueña que escribe lleva intentando deshacerse toda la vida, con poco éxito. El resto de España parece pensar que allá en mi tierra estamos todo el día con la baba caída en la siesta, reventados de echarnos carajillos y taconeos, hilvanando un chiste con otro, vamos, compadre, cántate algo, que yo saco la guitarra. El estereotipo lo reflejan con total crudeza el cine y las series: los andaluces siempre somos representados en forma de limpiadoras graciosas y paletas, o borrachos flamencos de barra de bar, o charnegos eternos. De vergüenza. 

No somos Picasso, ni Velázquez, ni Murillo, no, no podemos serlo: ellos eran una excepción entre tanta morralla ignorante, sabrá dios cómo pudieron salir de ese nido. De hecho, es preferible que los andaluces neutralicemos nuestro acento para conseguir trabajo fuera de casa y que alguien nos tome en serio. Dicen que el mejor castellano es el de Valladolid, ciudad natal de Tejerina, qué cosas -hay quien lo llamaría “Fachadolid”, y sería caer en los mismos estigmas y prejuicios que arrastra la del PP-.             

La única verdad que hay en el tópico es que Andalucía es un pueblo trabajador y castigado que intenta que no le quiten -también- su derecho a la alegría; un pueblo hermoso y próspero en literatura que vio nacer a Góngora, a Juan Ramón Jiménez, a Carmen de Burgos, a María Isidra de Guzmán, a Machado, a Bécquer, a Lorca, a Alberti, a Aleixandre, a Cernuda, a María Zambrano, a Antonio Gala, a Aurora Fuster Gallardo o a María Campo-Alange -preguntémonos también, ya que estamos quitándonos sesgos, por qué los nombres de ellos son más célebres que los de ellas-. Ojo a la música: ahí Paco de Lucía, Camarón, Lola Flores o Rocío Jurado. Largo etcétera. 

Lo que quiero decir es que legado cultural tenemos para rato, señora Tejerina, y le sorprenderá, pero también sudamos saberes y sensibilidades artísticas, como el resto del país: el conocimiento no acaba en el currículo. Lo que nos faltan son oportunidades. Por cierto: le confirmo que a los ocho años, en Andalucía, distinguimos perfectamente a una clasista. Y de lejos.