Qué ganas tenía de ver "Ha nacido una estrella". Ese Bradley Cooper: qué guapo, qué mirada, qué cuerpazo. Sí, confieso mi superficialidad sin justificarme. Regodearse en la belleza es un placer, ya sea en un museo o en la gran pantalla. La presencia de Lady Gaga me producía más curiosidad que otra cosa. La diva sin adornos, vamos a ver cómo luce. No voy a desgranar aquí la película, eso lo hacen otros mucho mejor que yo. Es el tercer remake sobre el mismo tema, nada nuevo bajo el sol, aparte de una banda sonora que no puedo dejar de escuchar desde hace tres días y una reflexión que, seguramente, es producto de la edad y de la tranquilidad que da haberla visto en plenas vacaciones.

Regusto tristón al salir del cine y un gran interrogante ante la facilidad pasmosa con la que ella se mete en la boca del lobo a sabiendas, sin casco, sin armadura y sin paracaídas. Él es un borracho. Guapo y famoso, sí, pero alcohólico perdido. Y ella se lanza a vivir ese amor salvaje como si no hubiera un mañana. Yo me lío con este y sálvese quien pueda.

Crónica de un desastre anunciado.

Según escribo, recuerdo la historia de aquella amiga, y aquella otra, y a aquel colega al que, por mucho que advertí, no logré salvar de la debacle emocional. Supongo que al lector le pasará lo mismo. Porque a nadie le vacunan contra la creencia de que, a base de entregar amor a granel, lograrás que el otro cambie.

En el fondo de sus entresijos ella (o las ellas y ellos) piensa que no merece nada mejor. Quizás si él no bebiera como un cosaco, no se ¿enamoraría? de una tía que no está buena tan buena como él. Ella se siente inmensamente afortunada porque ese tío talentoso se muere por sus huesecillos. Da igual si ese amor supercalifragilístico se asienta sobre litros de whisky, o de drogas, o de cualquier otra adicción. Ella acaba siendo adicta a él, a su dependencia, al hecho de que él, en lugar de quererla, la necesita.

Si le apoyo incondicionalmente no podrá vivir sin mí, no me dejará. Un juego extraño en el que ella quiere salvarlo de su mierda, pero temerosa de que, cuando desaparezca el vicio, también lo hará el amor majara. Y con la ruptura llegaría una libertad para la que no está preparada, un vértigo paralizante. Nunca es buen momento para dejarlo, porque no puede hacerle eso ahora, porque le ha prometido que va a cambiar, porque es el amor de su vida. Como si eso existiera. Lo de que la felicidad depende de uno mismo es de escépticos, de cínicos, de poco románticos. Las medias naranjas existen, por muy podridas que estén. Y punto.

La baja autoestima y el convencimiento de que podemos controlar las emociones de los demás a golpe de sacrificio extremo nos joden la vida a base de bien. Me voy a ganar el cielo por entregarme sin condición a este amor mágico, pase lo que pase, en la salud y en la enfermedad, en la locura y en la autodestrucción. Yo me alieno y santas pascuas.

El cine, la literatura y la música han alimentado los dramones amorosos desde hace siglos. No hay más que recordar la no tan antigua "Sin ti no soy nada" de Amaral, o cualquier bolero. Qué fue primero, el huevo o la gallina, la disfuncionalidad o la canción, nadie lo sabe. No hay finales felices para esas tragedias, en el mejor de los casos solo pierdes años de tu vida y felicidad. En el peor, te quedas ahí anclado, destruido por los siglos de los siglos.

Ni que decir tiene que nos hemos enamorado de Bradley, del talento de la Gaga. Nos hemos enredado en esa pasión desbordante. Menos mal que, para algunos, la locura dura lo que las palomitas.