No está teniendo un buen morir el socialismo. Se le nota resentido con la democracia. Casi se diría que, despechado por su incapacidad para conseguir en las urnas lo que cree merecer por derecho de superioridad moral inalienable, ha decidido morir matando. Como esos maltratadores que invierten el sentido moralmente deseable de la flecha del tiempo y se suicidan después, no antes, de asesinar a su ex. El "todos fachas" del socialismo no es, en definitiva, más que el "todas putas" de los machistas. 

Ese socialismo resentido es Hillary Clinton abogando por el uso de la fuerza contra sus rivales políticos republicanos dos años después de una derrota que cualquier otro ser humano habría superado con éxito hace tiempo ("los demócratas no pueden ser civilizados con los republicanos por más tiempo"). Es Jeremy Corbyn y su antisemitismo, el retroagropatanismo de Jean-Luc Melénchon o esa carrera por colocar a influencers de Instagram en puestos para los que hace tiempo se solía exigir una mínima solidez profesional (véase ese Mortadelo de la política apellidado Trudeau o ese yermo intelectual incultivable con fotogenia llamado Alexandria Ocasio-Cortez). 

Es también, por desgracia para los ciudadanos españoles, ese Pedro Sánchez que califica de "lodazal" al Congreso de los Diputados, que pretende dictarle las sentencias al Poder Judicial en el sentido que más le conviene no ya a su partido, sino a él, y que puentea al Senado, cuando no intenta reducirlo a la inoperancia. Como por cierto hizo el chavismo nada más aterrizar en el poder. Está todo inventado, al otro lado de la raya política.

Llámenme raro, pero veo más peligro de deriva antidemocrática en el logo de Podemos que encabeza el documento con el que Gobierno y Pablo Iglesias presentaron su acuerdo para los Presupuestos Generales del Estado de 2019 que en los 500.000 votantes aproximados que se le suponen a Vox.

Esa incapacidad, nada inocente, para distinguir entre Estado, Gobierno, instituciones y partido, es la misma que sufría aquel Jordi Pujol que se identificaba, personal e intransferiblemente, con Cataluña. Y ya ven cómo ha acabado la cosa cuarenta años después: con el nacionalismo ejecutando uno de sus periódicos golpes de Estado contra la democracia y con el PSOE culpando de la deriva puramente fascista de la vida pública en la región catalana a las víctimas de esa deriva. La España de 2018, en fin, no se parece en nada a la de 1936 salvo por el PSOE, que se parece en todo al de aquel entonces, y por el nacionalismo de provincias, que ahí sigue, colgado de sus fueros. Es decir, de sus privilegios caciquiles. 

Como tampoco se trata de hacer leña del árbol caído, y en previsión de que esta muerte agónica se alargue durante décadas y acabe rompiendo más cosas de las que arregle, propongo una humilde solución de compromiso a la innegable deriva totalitaria del socialismo: la derecha le reconoce a la izquierda su innata superioridad moral y, a cambio, la izquierda le reconoce a la derecha su innata superioridad intelectual (esto no lo digo yo, sino un Ignacio Sánchez-Cuenca nada sospechoso de derechismo carpetovetónico). Así, la izquierda puede dedicarse a aquello que más le gusta hacer, sermonear y reñir al prójimo, y las elites de la derecha, gobernar a quienes no sabrían gobernarse solos ni aunque nacieran mil veces.

Vamos, la tradicional separación de religión y Estado, pero con los papeles correctamente asignados. Los dogmas de fe, para los sacerdotes de la bondad en culo ajeno. Y las cosas del comer, para los adultos.