En su canción “Everything to me”, Jackie Greene habla de una chica que “hace el amor como un huracán”. La que retrató Bob Dylan en su famosa “Just like a woman”  lo hacía “exactamente como una mujer” aunque, imagino, todas lo hacen –igual que los hombres-, de manera diferente. La que mencionaba Ariel Roth en sus tiempos de juerga con Calamaro, lo hacía en el balcón, o eso quería él. Leonard Cohen retrató, con su habilidad poética característica, a una chica en el Chelsea Hotel que hacía otra cosa –la limusina esperaba en la calle-, si bien esa actividad entraría dentro de los hábitos amatorios convencionales; y Freddie Mercury, en el News of the World del 77,  demandaba en uno de sus temas menos conocidos y más explícitos, “Get down, make love”.

Los músicos han abordado siempre con ferocidad a sus musas eróticas, que son muchas y poderosas, permitiendo que se incrusten felizmente en sus mejores obras. El amor y la música, como el amor y la poesía, caminan muy cerca, casi de la mano y, en ocasiones, se cruzan para estallar en un gran verso que, cuando hay suerte, acaba fascinando a generaciones enteras.

Sin duda, hacer el amor es uno de los grandes placeres en una vida que no tiene tantos, y que no los tiene siempre. Pero, para más personas de las que uno imaginaría, el sexo puede ser un gran problema. Para algunos, por exceso. Se estima que alrededor del seis por ciento de la población occidental sufre un desorden de salud mental relacionado con su manera compulsiva de afrontar el amor físico, o su variante privada y personal.

Un gran intelectual, el cineasta Luis Buñuel, podría representar un ejemplo de extrema voracidad sexual. En su caso, era tal la imperiosa necesidad de satisfacción de naturaleza íntima que agradeció, como contó en Mi último suspiro, la llegada de la vejez, que lo liberó de un deseo que no le había abandonado desde los 14 años, como él explicaba, y que era “poderoso, cotidiano, más exigente incluso que el hambre”.

En estos casos, el de Buñuel y otros aún más severos, el ejercicio del amor ocupa demasiado espacio en la existencia del individuo y perturba su razón aunque, como escribió Antonio Vega, cada uno tenga la suya.

Otros, sin embargo, sufren por lo contrario: no se sienten atraídos por la actividad amatoria, y no siempre les entienden quienes están cerca de ellos. Para los asexuales, el amor sin sexo no es algo menor, ni mucho menos, y por supuesto sigue siendo amor. Quienes se identifican con esta tendencia en absoluto saborean la expresión más íntima de las relaciones humanas, y huyen de ella. Para algunos, la ternura de una  caricia puede provocar un goce tan demoledor como el mayor de los orgasmos.

El amor, en la mayoría de los casos, nos generó, y se sitúa como el gran motor de la existencia a lo largo de nuestro camino terrestre. Su permanente búsqueda en ocasiones arruina trayectos vitales, desviándolos hacia sendas imprevistas que, a menudo, se hallan sobre terrenos repletos de explosivos y otros peligros. Otras veces, esa misma exploración hace concluir existencias tediosas, lanzando al perseguidor a la vida que siempre había soñado, y que nunca se atrevió a rozar. Ya lo decía Greene en Sweet Somewhere Bound: como un huracán.