Hace ahora un año parecía que el proceso independentista iniciado en Cataluña tenía dos víctimas principales: el conjunto de ciudadanos catalanes que no sienten como imperativo romper con su condición de españoles, ninguneados hasta el extravío por los paladines nacionalistas, y el sentido común. Cumplida la primera semana de este nuevo octubre insurgente, emerge la evidencia de que este proyecto supuestamente emancipador, que se va estructurando —y desestructurando— por el camino, ha sumado dos nuevas víctimas. Ante ellas, los urdidores e impulsores de la aventura parecen estar dispuestos a rendir cuentas exactamente igual que ante las otras: de ninguna manera.

La primera víctima es una institución centenaria, formada por miles de profesionales con pundonor y por ello digna del respeto que no le han tenido los gobernantes que la dirigen: el cuerpo de los Mossos d’Esquadra. Ya las instrucciones que se les dio, de manera más o menos oblicua, el 1-O del año pasado, ponían la semilla del destrozo actual. Incitar a unos servidores de la ley a entender disponibles, al arbitrio del salvapatrias de turno, las leyes vigentes y las órdenes de los tribunales, es un torpedo dirigido a la línea de flotación de una autoridad, la de los funcionarios públicos policiales, que tiene su cimiento en el deber de emplear las armas, y con ellas la facultad de ejercer la fuerza coactiva del Estado, con sujeción estricta a derecho.

De aquellos polvos, y los esparcidos durante estos meses, los lodos de esas imágenes en las que los representantes de la autoridad, por completo desprovistos de ella, reculan impotentes ante el empuje de la masa soliviantada y enardecida por los mismísimos gobernantes, en una amarga constatación de que la ley ya no es un recurso que los habilite para actuar, sino una suerte de utensilio vergonzante del que no se pueden servir. De ahí al desmoronamiento total de la institución, como advertía días después en una misiva funeraria uno de los agentes que componían los efectivos antidisturbios así humillados, quedan apenas un par de pasos que alguien debería tratar de evitar.

La otra víctima ha venido a desvelarla, con una oportuna decisión, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos con sede en Estrasburgo, al rechazar, casi de volea, el recurso planteado por una independentista contra el apercibimiento de sanciones en el caso de desoír las ordenes dictadas por los tribunales españoles de no coadyuvar a la celebración de un referéndum ilegal. Tanto les habían repetido que España es un estado de derecho fallido, «de bajísima densidad democrática», y demás mantras al uso de la retórica secesionista, que la multitud de gentes crédulas que la consumen ya daban por ganada la piel del oso y por ineludible el reconocimiento de las instancias internacionales a cualquier pretensión orientada a su descrédito. Lo que se han encontrado, en cambio, ha sido un seco recordatorio de que las leyes, cuando son democráticas y tienen garantías, como no se les discute a las españolas, hay que cumplirlas, y que su infracción, en todo estado de derecho, acarrea consecuencias que no sólo es lícito, sino incluso conveniente advertir al potencial infractor.

La reparación de este estropicio es cosa aún más peliaguda. Resulta arduo librar de la estafa a quien desea ser estafado.