Mi tío Pepe cumplió su sueño en un puticlub. Se hizo con aquel local de terciopelo rojo y lo convirtió en una librería de viejo. Arrampló con las copas, los colchones y la fiebre. Levantó estanterías y las inundó de páginas amarillas, olorosas, crujientes gracias al paso del tiempo. Ni bajó la temperatura ni desapareció del todo la policía. Las primeras ediciones también esconden atracos, testaferros, timos y un deseo insaciable. Los orgasmos de los nuevos clientes, eso sí, fueron más silenciosos.

Me di cuenta de que yo era igual que Pepe cuando empecé a esconder los libros nuevos al llegar a casa. Primero negué la enfermedad. Aseguraba comprar sólo para leer, y no para coleccionar. Ahora, un paso más cerca del abismo, intento engañarme: “Me hago con aquello que algún día ojearé”. Más tarde, supongo, vendrá el “tiene buena pinta, me lo quedo”. Y punto.

Al tío Pepe le veo poco: cuando alguien querido se muere, cuando uno de los nuestros roza el éxito… La última vez me regaló algo de Pla, Eça de Queiroz y una guía de El Retiro rarísima, con muy buena pinta, firmada por una mujer cuyo nombre no recuerdo. Una escritora que, quizá, como María Lejárraga, tenga un apellido fácil de olvidar por culpa de una España que castigó la entrepierna plana.

Me gusta mucho cómo Pepe me regala los libros. Cuando paseo por su biblioteca, señalo unos cuantos lomos. Él los apila y me los entrega pasado un tiempo. Le imagino en la butaca, acariciando las portadas, intentando recordar cómo, cuándo y por qué llegó a sus manos cada uno de esos ejemplares. Es una especie de duelo. Las páginas amueblan una vida y dejarlas escapar, además de un gesto de generosidad enorme, supone reconocer que el final está cerca.

La última noche, además de la caja llena de libros, el tío Pepe me regaló su amistad con Berlanga, cliente habitual de esa arena de los placeres que convirtió en anticuario. Se le iluminaron los ojos cuando evocó los gritos del director de cine, que irrumpió así en un VIPS tras no encontrarle en su caseta de la feria: “¡Por fin! ¡Estás aquí!”. Probablemente, aquella escena, esos segundos, se correspondan con algún libro. Tengo miedo a que la próxima vez que le visite, apunte a ese ejemplar y le someta a un ejercicio de nostalgia infinita.

Cada vez que se acerca una feria de libro viejo me acuerdo del tío Pepe. Procuro despejar todos los compromisos para dedicar una tarde a husmear entre las mesas y permitirme algún capricho, pero el periodismo, que condena la vida propia y la ajena, me obliga a decir: “Bueno, será el año que viene”. Vicisitudes aparte, las ferias -sea cualquiera su objeto- son una broma de mal gusto. Las colocan en parques, las abren cuando el común de los mortales trabaja y se tornan impracticables esos domingos que uno puede rascar hueco.

Si 2018 es el de la suerte, iré con la cartera preparada, pero también con una grabadora: en las arrugas del librero también están las historias que disfrazan con literatura nuestra infelicidad. A casi nadie le ocurre algo que valga la pena contar, pero a ellos sí. Porque se arriman al libro, que todo lo esconde. Decía Ortega y Gasset hace un siglo que la novela ya no podía concebirse como una aventura. El suceso estaba agotado. Todo lo imaginable ya se había imaginado. Don José, si el maestro lo permite, se olvidó de los libreros de viejo.

Con la vista puesta en mi particular arruga, sólo espero dos cosas: reunir un fondo tan bueno como Pepe y ser tan generoso como él cuando llegue la hora. Se me olvidaba: su librería se llamaba “El Patriarca”.