Estamos ya a las puertas del Gran Aniversario. Del Todo, para algunos, imbuidos del sentimiento y la conciencia de ser ya esa República Catalana que los redime de todo agravio de ayer, de hoy y de mañana. De la Nada, para aquellos que, dentro y fuera de Cataluña, asisten a su inacabado e inacabable proceso de liberación nacional como quien presencia la escenificación de un acontecimiento rigurosamente imaginario. En todo caso, para los seres humanos las cosas son tal y como se las representa su mente —verbigracia: la luna la vemos más grande cuando asoma al filo del horizonte, aunque su tamaño siempre sea el mismo—, así que mal harán los integrantes de una y otra facción si dan en  subestimar la representación de los miembros de la contraria. El 1-O va a reabrir las heridas, las expectativas y las aprensiones de unos y de otros, porque no puede ser de otra manera.

Si intentamos sustraernos al inevitable torrente emocional, el año transcurrido puede servir para tomar perspectiva, y ese es un ejercicio que siempre arroja un sano fruto. En lo que toca a la intervención policial, y por parte del Estado, se impone una reflexión sobre las imprevisiones que la precedieron —tanto en lo relativo a la inacción esperable de la policía autonómica como a la dificultad del desalojo forzoso de masas de ciudadanos—. También sobre los excesos en la ejecución, que si bien no fueron tan generalizados como quiere la propaganda independentista, no dejaron de producirse y ya han dado lugar a alguna que otra imputación de miembros de un cuerpo policial cuyos jefes tienen pendiente una reconsideración de sus procedimientos.

Cuestión aparte, y de mayor calado, es el análisis de la poca idoneidad de la respuesta sólo judicial a desafíos de raíz política. Incluso en el caso, como aquí acontece, de que se sirvan de un modus operandi presuntamente delictivo, a través de prácticas  de malversación y desobediencia, que será muy difícil absolver, y de posibles actos de sedición y rebelión, con recurso en algún caso a la obstrucción por agentes armados, susceptibles de una mayor controversia jurídica. Cuando se evidencia una grieta de semejante calibre en una comunidad, intentar remendarla con el recurso exclusivo a togas y porras empeora su pronóstico.

Del lado del independentismo, y si por un momento alguien quiere aflojar en el éxtasis, forzoso será anotar que doce meses hablando de masacre —con sólo dos heridos de consideración, uno de ellos guardia civil—, recordando Tiananmen, a Luther King, a Gandhi e hipérboles similares, no le han granjeado a la causa, ni en el contexto europeo ni fuera de él, una simpatía que avale de forma efectiva su legitimidad. Interpretar en tal sentido media docena de resoluciones judiciales belgas o alemanas, que obedecen al prurito de garantizar al máximo los derechos de unos prófugos a los que no dejan sin embargo de señalar como más que probables malversadores, es un desenfoque digno de análisis por parte de politólogos y de historiadores futuros.

También este octubre amarillo pasará. Bueno sería, para unos y para otros, volver cuanto antes a la incómoda realidad.